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Sin instituciones
Ezra Shabot | Línea directa
El desmantelamiento de la democracia representativa y la instauración de un régimen autoritario requieren de la desaparición de instituciones que sustentan a la primera, y es esto lo que se ha hecho en estos años de la 4T. El poder unipersonal ha sustituido a las reglas que contenían al absolutismo, y no hay mecanismos de regulación que limiten la voluntad presidencial.
Esto implica que las decisiones de gobierno se toman únicamente a partir de lo que a cada funcionario se le ocurra, sin que exista norma alguna que lo rija más que la orden emitida desde Palacio Nacional. Para ello es indispensable que las correas de transmisión del presidencialismo hagan su trabajo, y los dictados de la presidenta se cumplan en realidad.
Y eso es lo que está ocasionando un desbarajuste que llega al ridículo, como lo vimos en la escena boxística de la semana pasada en la Comisión Permanente. Los liderazgos impuestos por López Obrador tras la selección de su sucesora en las figuras de los precandidatos derrotados: Marcelo Ebrard, Adán Augusto López, Ricardo Monreal y Gerardo Fernández Noroña, son todos y cada uno de ellos políticos con agenda propia o vinculada al expresidente y sin interés alguno de cerrar filas con Claudia Sheinbaum.
Para que el presidencialismo absoluto reconstruido pudiese funcionar, tendrían que revivir la regla de oro que le permitió al priismo hegemónico subsistir durante casi 70 años. Se trata de aceptar que el presidente saliente escoja a su sucesor, pero después de su periodo deje de influir en el siguiente gobierno. De esa manera se garantizaría la movilidad de la clase política morenista y se trataría así de evitar rupturas que ocasionen la pérdida del poder como le sucedió al PRI.
Sin embargo, parece que el retroceso ocasionado por la destrucción de las instituciones democráticas no ha generado un proyecto autoritario viable. En lugar de apostar por la estabilidad política, hemos retornado a la era de los caudillos incapaces de ver más allá de sus intereses particulares. La guerra entre ellos es despiadada y no existe forma alguna de que el líder máximo, léase AMLO, pueda controlar ya las aspiraciones de estos expriistas renacidos. Andrés Manuel no es Lázaro Cárdenas y los morenistas carecen de una idea clara sobre cómo convivir políticamente entre ellos.
Mientras esto sucede, un país sin crecimiento económico durante siete años, se debate entre la violencia cotidiana, escándalos de corrupción y el abuso de poder, que describen claramente el grado de descomposición social y la ausencia de un sistema legal que pudiese defender a una ciudadanía hoy indefensa ante un poder absoluto e insaciable.