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Arte e Ideas

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Del cine y sus (primeras) estrellas

Don Porfirio Díaz fue el primer actor del cine en México, representando el papel de él mismo.

El 6 de agosto de 1896, el Castillo de Chapultepec fue testigo de la entrada de un maravilloso aparato que había mandado pedir el general Porfirio Díaz para una pequeña cena íntima. El aparato, como animado por una bendición o un maleficio, como si fuera el resultado de un milagro, reproducía una realidad tamaño natural en una pantalla, a la vista de todos.

La fiesta fue un éxito. Según reportaron las crónicas, la familia Romero Rubio y los amigos del general quedaron cautivados con el cinematógrafo y fue tal la expectación, que al final de la función todos repitieron del soufflé de chicharrón, tomaron más champaña y mezcal de gusano y, después, para gran contento de los asistentes, el fantástico aparato se puso a funcionar de nuevo, durando la exhibición hasta la 1 de la mañana.

El viernes 14 de agosto empezaron las sesiones para el público en general. Los concesionarios exclusivos para México, señores Veyre y Bernard, (llegados de Francia, que era lo de hoy en aquellos ayeres) encontraron un lugar en el entresuelo de la Droguería Plateros, en la segunda calle del mismo nombre —hoy Madero— y colocaron grandes cartelones.

A pesar del susto de algunas señoras al ver aparecer en la pantalla “criaturas tan cristianas como nosotros y tan animadas por almas como lo están las nuestras”, la exhibición no tuvo parangón en la historia del espectáculo de México hasta entonces. Llegaron 1,500 personas, por lo que hubo que repetir los programas cada media hora. El Monitor Republicano, llevándose la exclusiva, reportó los títulos de las vistas que se ofrecieron al público: El regador y el muchacho, Jugadores de cartas, Llegada de un tren, Quemadoras de yerbas, Montañas rusas, Demolición de una pared y La comida del niño.

Para el público mexicano, el cinematógrafo era, a la vez, una maravilla de la ciencia y un entretenimiento, y aunque las opiniones se dividían entre los que buscaban que las imágenes fueran una prolongación del periodismo o algo útil que demostrara que Satanás no había influido en el invento, todos estaban admirados por el realismo y la sutileza de las imágenes.

Como es bien sabido siempre echamos mano de los dichos populares, pero nunca les hacemos caso, así que aquello que reza “de lo bueno, poco”, tratándose de la aparición del cine en México, el refrán se convirtió en “de lo bueno, todo”. En unos cuantos meses, la Ciudad de México vio multiplicarse las salas de exhibición cual los panes y los peces de la Biblia. Los precios bajaron, se entabló la competencia, jacalones, cocheras y terrenos baldíos adquirieron la categoría de salones cinematográficos y la difusión masiva de películas se volvió, según la prensa y los intelectuales, completamente degradante: “¿Cómo hemos venido a la actual decadencia? —se pregunta un desesperado cronista—. “¿De qué depende que ya no pintamos, ni esculpimos, ni construimos en tan vasta escala, ni con tan profundo sentimiento estético, ni con tan pura inspiración artística?”.

Usted, querido lector, ya adivinó la respuesta: en vez de tomar plumas, reglas y pinceles nos fuimos todos al cine y todavía no regresamos.

* * *

Pocos se imaginaron que don Porfirio, además de su proverbial amor por todo lo nuevo y moderno y amante de todo lo que se moviera, ese mismo año de 1896 hizo lo imposible para también en la pantalla y convertirse —siéntese si está parado, lector querido— en el primer actor de cine que tuvo México. Los franceses dijeron que sí y decidieron mostrar a Díaz como parte de una tendencia ultramoderna en la que el cine también contara la vida de personajes inalcanzables como las estrellas realizando sus actividades habituales como cualquier hijo de vecino. Sería un trancazo, porque las actividades cotidianas de nuestro primer actor eran actos oficiales. Así fue como Porfirio Díaz fue grabado paseando a caballo en el bosque de Chapultepec. Y sí, su figura causó furor entre los espectadores, que todavía tenían problemas para distinguir la realidad de la ficción. Pese a la sencillez de la película, en la que don Porfirio Díaz sólo cabalga, los cronistas también tuvieron problemas entre decidir si la nota debía publicarse en la sección de espectáculos o en la de política. Algunos periodistas avezados la consideraron uno de los primeros síntomas de una revolución artística del país. Y por supuesto, ninguno se imaginó —ni hubiera podido hacerlo desde la cómoda butaca de la pax porfiriana— que otra Revolución llegaría muy pronto a cambiar el carrete de todas las películas.

El cine resultó ser un avance tecnológico que permitió el inicio de un séptimo arte nacional, y también funcionó como herramienta para conocer las regiones más recónditas. Directores y productores comenzaron a emerger y gracias al trabajo de los primeros realizadores mexicanos, como Salvador Toscano (1898), Guillermo Becerril (1899), los hermanos Stahl y los hermanos Alva (1906) y Enrique Rosas (1906), se fue reconociendo una suerte de unicidad visual para los habitantes de todas partes del país. Incluso, hasta se realizaron asombrosos documentales —que pudieran haber sido nominados a mejor película extranjera— sobre las visitas del presidente Díaz a Yucatán.

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Imagínese que la Academia de Ciencias y Artes de Hollywood no hubiera existido nunca y que, en su lugar, tuviéramos el Instituto Nacional de Premiación a los Tocados por la Musa del Séptimo Arte aquí en México. Imagine también que las nominadas son las películas de principios de siglo que se exhibieron cuando nuestra ciudad era todavía región, transparente y con más aire. Pongo unos ejemplos:

Para efectos especiales. La linterna encantada, con “grandes efectos de transformación”, o El incendiario, de 1905, donde un vagabundo provoca un incendio en un bosque, o si no la fantástica Ozoemulsión, de carácter tan futurista que parecería tomada de una página del reporte mensual de los IMECA de hace 20 años. Para el mejor guión original, Del socialismo al nihilismo, película de 1906 donde la policía penetra en una imprenta clandestina y, allí junto con “los buscadores del ideal” se encuentran a Nadia, hermana de uno de los conspiradores. Detenida y conducida a casa del gobernador va a tomar el camino de Siberia; pero no puede soportar las fatigas del viaje por lo que muere sola y abandonada en un horrible paraje. Su hermano, decidido a vengarla, fabrica una bomba y va, una noche de fiesta, a echarla en medio del salón del gobernador.

Para mejor película histórica pudiéramos considerar La venganza de los indios bárbaros o La huelga de obreros y, si hubiera un rubro en que se premiara a la moral y a las buenas costumbres fílmicas, nada como Primera noche de paseo, una cinta en la que, según las crónicas de la época se “reproduce fielmente lo peligroso que es el exagerado cariño que algunos padres profesan a sus hijos, ya que nos muestra cómo un joven cadete pide a su madre sus ahorros de toda la vida para irlos a gastar con sus amigos calaveras, dando rienda suelta a la orgía y al desorden y regresando a su hogar en estado indecoroso e indigno”.

¿Usted qué haría si hoy fuera el último día para decidir a cuál cinta le otorgaría el premio a la mejor película y tuviera nominadas a El comedor de sorbetes, Caretas y muecas, La pupila del marino, El perro y el ciego y Los cerros de Bachimba? Yo, de plano, me iría al cine.

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