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Opinión

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Otra forma de pensar la salud mental

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Dra. Carmen Amezcua | Columna Invitada

Dra. Carmen Amezcua

Hay columnas que se escriben para informar. Otras, para incomodar. Y algunas, como esta, se escriben para agradecer, recordar y cerrar ciclos.

Gracias a quienes han estado aquí semana tras semana. A quienes leen en silencio, a quienes escriben con preguntas, a quienes discrepan, a quienes se conmueven. Esta columna existe por y para ustedes, lectores dispuestos a detenerse unos minutos para pensar la salud mental no como una moda o una etiqueta diagnóstica, sino como una responsabilidad humana, histórica y colectiva.

La historia de un olvido

Desde la Antigüedad, la salud mental ha ocupado un lugar incómodo. Hipócrates propuso algo revolucionario para su tiempo: que el sufrimiento mental no era un castigo divino, sino un fenómeno natural relacionado con el cerebro y el cuerpo. Fue una figura temprana cuya propuesta anticipó lo que hoy entendemos como una mirada integrativa en psiquiatría.

Pero esa mirada no prosperó. Durante siglos, lo que no podía medirse, pesarse o verse quedó relegado. En la Edad Media y durante la Inquisición, la psique se volvió sospechosa; el dolor mental se leyó como posesión, pecado o herejía. Lo que no se entendía se castigaba o se excluía.

Fue hasta inicios del siglo pasado cuando Sigmund Freud rompió ese silencio al proponer que los síntomas tienen una razón de ser, que están ligados a la historia personal, al trauma, al deseo. Entonces, la mente volvió a tener narrativa, profundidad y simbolismo.

Pero el péndulo se fue al otro extremo: mucho mundo interior, poco cuerpo. Otra fragmentación, también dañina.

La era química: luces y sombras

A mediados del siglo XX, el descubrimiento de los psicofármacos transformó por completo la psiquiatría. La teoría de los neurotransmisores ofreció alivio a millones de personas, pero también redujo el sufrimiento humano a simples desequilibrios químicos. La historia de vida, el contexto social, el trauma y el cuerpo quedaron en segundo plano.

Ahí se consolidó uno de los grandes obstáculos para una mirada integrativa: creer que entender la molécula era suficiente para entender a la persona.

Más tarde, en el siglo XXI, con los grandes proyectos de neurociencias impulsados durante la presidencia de Barack Obama, el conocimiento sobre el cerebro avanzó como nunca antes. Mapas, imágenes, circuitos, conectividad.

Aprendimos muchísimo, pero seguimos confundiendo ver con comprender.

El regreso del cuerpo, el poder de la experiencia

En los últimos años, algunos descubrimientos han vuelto a sacudir el reduccionismo. Uno de los más importantes ha sido el papel de la microbiota intestinal en la salud mental. Hoy sabemos que el intestino dialoga con el cerebro y produce neurotransmisores. También hemos aprendido que la inflamación crónica, la dieta, el estrés temprano y el estilo de vida influyen directamente en la ansiedad, la depresión y el deterioro cognitivo. Este hallazgo obligó a la ciencia a admitir que no se puede tratar la mente sin mirar el cuerpo.

El resurgimiento de la investigación con psicodélicos y terapias asistidas ha traído otro recordatorio poderoso: la experiencia subjetiva importa. No solo qué sustancia actúa, sino en qué contexto, con qué acompañamiento, con qué historia personal. La neuroplasticidad deja de ser un concepto abstracto y se vuelve vivencial, encarnada.

¿Para qué existe esta columna?

Esta columna existe para recordar que no somos cerebros flotando; que la salud mental no se reduce a química; que el dolor psíquico no se cura con silencios ni con recetas rápidas; que lo “holístico” —tan mal llamado— es, en realidad, una verdad antigua que la ciencia apenas está redescubriendo.

Aquí hemos hablado de psicodélicos, de ibogaína, de género y ciencia, de ética en la investigación, de duelo, de muerte, de infancia, de trauma, de falsas promesas y de preguntas incómodas. Temas que generaron debate, polémica y reflexión, porque obligan a pensar distinto.

Esta columna nace de mi firme convicción de que la psicoeducación no es un lujo. Es prevención necesaria. Entender la mente, el cuerpo y el espíritu como un sistema integrado no romantiza el dolor: nos hace responsables de él. Nos invita a escucharlo, a contextualizarlo y a acompañarlo con ciencia y con humanidad.

Cerrar el año, abrir la conciencia

Cerrar el año es también cerrar una forma de mirarnos. Que 2026 nos encuentre más atentos a nuestras señales internas. Menos exigentes, más compasivos. Más críticos con lo que consumimos —información, discursos, soluciones mágicas— y más amorosos con lo que habitamos: nuestros vínculos, nuestros cuerpos, nuestras emociones.

Gracias por leernos. Gracias por cuestionar. Gracias por quedarse.

Que el próximo año nos regale salud, sí, pero no solo la que se mide en estudios clínicos, sino también la que se siente cuando hay coherencia entre lo que pensamos, lo que sentimos y la forma en que vivimos.

¡Hasta el 2026!

Dra. Carmen Amezcua

Carmen Amezcua es consultora, conferencista y experta en psiquiatría integrativa. Tiene más de 17 años de experiencia dentro de la industria farmacéutica y de la salud.

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