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Opinión

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Germán y la Wichita Falls

A Germán Dehesa lo conocí desde chica, cuando hablaba a la casa para platicar con mi mamá era siempre garantía de carcajada loca.

A Germán Dehesa lo conocí desde chica. Era amigo de mi mamá, se adoraban. Los dos simpáticos, dicharacheros y generosos.

Durante muchas noches de mi infancia disfruté en el pequeñísimo y mágico Foro Unicornio -lugar de sus conspiraciones escénicas antes de que emigrara a La Planta de Luz– de su humor y luminosidad característicos.

Era yo prácticamente la única niña presente y me sentía verdaderamente importante, sobre todo cuando en medio de la función, Germán -sabiendo que estaba ahí sentada– me dedicaba alguna broma que generalmente comenzaba con: …como buena hija de la Wichita Falls , apodo con el que en algún momento decidió bautizar a mi mamá, Ana Luisa.

Recuerdo que al principio me costaba trabajo distinguir entre Germán y don Teódulo Manrique, su entrañable personaje de burócrata profesional del mítico San Juan de las Pitas. Hablaban casi igual… y ni qué decir de su vestuario.

De sus albures entendía la mitad, pero en eso nada tenía que ver mi edad, sino mi incapacidad casi genética de hacerlo. Igual me hacía reír.

Cuando hablaba a la casa para platicar con mi mamá era siempre garantía de carcajada loca. Así iban más o menos las conversaciones:

Yo: ¿Hola? Casa de la familia Valdés.

Él: Muy buenas tardes tenga usted, ¿puedo hablar con la señora Ana Luisa?

Yo: ¿De parte de quién?

Él: De su maestro de hawaiano.

Yo: …¿de hawaiano?

Él: Afirmativo.

Yo: Un momento, por favor.

Acto seguido, mi grito: Maaaaa, que te habla tu maestro de hawaiano.

Algunas variaciones de la conversación podían incluir: De parte de su compañero de baile regional, de su tutor de esgrima o del coordinador de las juventudes priístas en el estado de Zacatecas . Sea cual fuere la ocupación elegida ese día por Germán yo siempre caía, y lo hacía de buena gana.

Además de su increíble sentido del humor, Germán y mi mamá compartían otra cosa: un corazón enorme y generoso, aunque enfermo.

Recuerdo con particular cariño y agradecimiento su solidaridad en tiempos difíciles cuando, como el buen amigo que era, empeñaba el tiempo que fuera necesario para arrancarle a mi mamá una sonora carcajada que hacía que todo cobrara perspectiva y perdiera solemnidad.

Hablaban de todo lo que no podían comer -y a veces comían– y de todo lo que no podían beber –y a veces bebían.

Así, el tiempo se les iba en platicar sobre algún futuro hipotético en el que podrían echarse todas las garnachas, gorditas de chicharrón prensado, tortas de jamón serrano y güisquitos que quisieran. Veían también -con una rigurosidad sorprendente– todos los partidos del lunes por la noche de futbol americano.

Algunas veces me tocó acompañarlos y era una escena como de los muppets: cinco o seis amigos de Germán y mi mamá, todos hablando de cualquier cosa -libros, el tráfico, la consulta con el dentista– y celebrando los touchdowns aleatoriamente. Me tocó incluso que celebraran las repeticiones sin darse cuenta de que era el mismo touchdown que acababan de celebrar.

Ése es el Germán que yo recuerdo y el que -espero- ya esté dándole vuelo a la hilacha con su alumna de hawaiano, su amiga la Wichita Falls.

afvega@eleconomista.com.mx

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