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Opinión

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¿De quién es el país?

Si las cosas se han hecho por décadas de una manera, no hay razón por la que no puedan hacerse de otra forma distinta.

En tiempos recientes, una buena parte de las conversaciones que he tenido con amigos y colegas tiene que ver con la sensación de que el país está fuera de control y que no hay nada en el panorama que nos haga pensar que las cosas pueden cambiar de manera positiva.

Esta idea se relaciona con otra igualmente perturbadora: si el presente no es nuestro , si no tenemos control sobre lo que sucede y más bien otras fuerzas lo están definiendo, ¿quién establecerá los elementos estructurales de nuestro futuro?, ¿cuáles son estas fuerzas? Y quizá más significativamente, ¿qué podemos hacer para transformar esta realidad?

Sin caer en el extremo de las teorías conspiracionistas que afirman que todo nuestro presente está manipulado por fuerzas ocultas que buscan sólo el beneficio particular, necesitamos reconocer la existencia de ciertos actores cuyo poder es tal que no existen límites reales para evitar que impongan sus agendas, intereses y criterios por encima de los del Estado.

Por ejemplo, pocos podrían negar en la coyuntura actual que el crimen organizado es un poder fáctico capaz de actuar sin mayor esfuerzo por encima de las reglas del juego. El poder del narco es tal que ha desarrollado una virtual capacidad de veto que le permite actuar prácticamente sin contrapesos.

¿Quién, qué o quiénes son capaces de ponerle un límite real al narco? Basta con que abramos el periódico un día cualquiera para darnos cuenta de que la respuesta probablemente es nadie . ¿Están los distintos grupos de crimen organizado definiendo lo que será nuestro futuro como país? Sin duda.

Ésa es la realidad, y ante ella los mexicanos estamos obligados a redefinir una serie de elementos y concepciones acerca del país que juntos conformamos y del país en el que queremos vivir en un futuro.

Para fortalecer al Estado mexicano -condición necesaria para establecer contrapesos reales al narco- es indispensable, por ejemplo, que dejemos atrás las viejas concepciones de soberanía territorial y que pensemos creativamente sobre esquemas de cooperación internacional que ayuden a aumentar nuestras capacidades institucionales. Si el fin es fortalecer al Estado mexicano, no debe haber consideración ni tradición política que valga.

Si las cosas se han hecho por décadas de una manera, no hay razón por la que no puedan hacerse de forma distinta. Si compartiendo los costos con otros países de un problema como el narco retomamos cierto control sobre nuestro destino y sobre la agenda pública nacional, bienvenida esa cooperación internacional sin precedentes.

Para muchos puede sonar muy lejano, pero eso fue precisamente lo que hicieron algunos países europeos que, incapaces por sí mismos de establecer límites reales a los intereses monopólicos de los grandes corporativos privados, crearon una autoridad regional de competencia que les dio la fortaleza institucional y la credibilidad necesarias para establecer contrapesos exitosamente.

Existen, evidentemente, serias diferencias entre el tipo de poder fáctico y los desafíos que imponen los grandes monopolios legales y la criminalidad organizada.

El asunto más bien es que nos demos cuenta de la necesidad que existe para pensar creativa e innovadoramente para recuperar nuestra capacidad de decidir para dónde queremos que vaya nuestro país. Debemos ser nosotros mismos –los que jugamos cumpliendo con las reglas establecidas– quienes fijemos los alcances y límites de la agenda pública. Nadie más.

afvega@eleconomista.com.mx

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