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Vecinos distantes
Nadie me invitó; por eso fui. La marquesina del Teatro Helénico decía ¿Vecinos distantes? Supuse?que trataría de aquellos que comparten colchón bajo contrato matrimonial, firmado o no. O, tal vez, de historias de algún panteón.
Nadie me invitó; por eso fui. La marquesina del Teatro Helénico decía ¿Vecinos distantes? Supuse?que trataría de aquellos que comparten colchón bajo contrato matrimonial, firmado o no. O, tal vez, de historias de algún panteón.
Era domingo y daba vueltas por la ciudad. No quería ir a aburrirme a los toros. Entonces me estacioné, pagué el boleto, entré al foro y me enteré que sería una función de danza del grupo Mitrovica, bajo la dirección de Andrea Chirinos, coreógrafa de larga y brillante trayectoria.
Me dije. Hace mucho que no voy al ballet; desde aquella vez que me llevaron al baile, para ser precisos, y de lo cual prefiero no dar más detalles. Aunque, como bien sabemos, de las artes, el baile es la única manifestación cierta: no es ficción. Y bien decía Shakespeare que a fin de cuentas, lo cierto es cierto .
Entre la segunda y la tercera llamada me dio por recordar a Zaratustra, el de Nietzsche. Instalado en mis 51 años, concuerdo con Federico en que más allá del bien y el mal está el baile, y que el bailarín revolotea por encima de las cosas . Que la única posibilidad de libertad se encuentra en la danza, que desafía incluso la ley de gravedad.
En cuanto apagaron las luces, dejé de pensar. El escenario se llenó de música, imágenes y gente en movimiento. Durante casi una hora encontré el deleite en un espectáculo que remite a las relaciones entre vecinos de una ciudad tan poblada como la nuestra. Me sentí como un vecino que espía a los que bailan en el departamento de enfrente, gozando la música y la danza.
En el teatro nos sentamos entre desconocidos que se tornan en vecinos, aunque sea los minutos que dura la presentación. Así como llegamos sin saludarnos, así nos vamos. Lo distante se mantiene entre nosotros, menos con los bailarines, que logran hacernos parte de su visión de lo cotidiano, esa parte de la vida que desdeñamos, pero que es la vida misma.
Al terminar la función me quedé quieto y mudo en mi asiento. Perplejo ante el vendaval de imágenes y sonidos que había recibido. Prendieron la luz y leí el programa. Supe que la espléndida escenografía era de Mónica Chirinos; la música, de Álvaro Ruiz y, los intérpretes, Emiliano Cruz, José Corral, Dionisia Fandiño, Daniela Vázquez, Luis Díaz y la directora de la compañía.
Aún sentado, visualicé los grandes multifamiliares, tipo Tlatelolco, o los minúsculos conglomerados de viviendas que atiborran los alrededores de cualquier ciudad del país. Pensé en la demencia que hemos alcanzado como sociedad. Los vecinos son habitantes de la misma aldea y, por tanto, pertenecen al clan. Lo singular de una aglomeración como la de la Ciudad de México es que, pese a que vivimos cada vez más apretados, la vecindad se torna distante e, incluso, insolente y agresiva.
De regreso en casa, volví a recordar a Nietzsche: La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con que jugaba cuando era niño . Para el ojo atento, la vida es una inmensa coreografía. De la danza de los planetas y el cosmos a las partículas elementales, ésas que la física cuántica indica no nos dice si están o no, aunque estuvieron. De los bailes agrícolas y espaciosos, que no pocas veces incluyen cisnes, a las coreografías contemporáneas que nos hacen escapar del apretujamiento de las ciudades y de las muchedumbres que, aun cuando duerman, son un titipuchal de personas, miradas, ruidos, olores y esbozos de comunicación.
Sin la danza, decía Nietzsche, no hay alivio ni felicidad. Remodelación vecinal / vida vertical se presenta los domingos, a las 18 horas, en el Foro La Gruta del Centro Cultural Helénico.