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El verdadero milagro guadalupano

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OpiniónEl Economista

El 12 de diciembre es la fecha más importante del año en términos de mexicanidad. Si bien desde el punto de vista político e histórico el México independiente inicia a partir del 27 de septiembre de 1821, con la consumación de la Independencia, la mexicanidad es anterior a ese momento. Parece extraño lo que estoy escribiendo, pero lo explicaré.

La mexicanidad nació con la Virgen de Guadalupe. Esta virgen es el sancta sanctorum de lo mexicano. La identidad mexicana es anterior al advenimiento de México como entidad político-estatal en el concierto de las naciones. Y esa identidad es la Virgen de Guadalupe.

México-Tenochtitlán cayó el 13 de agosto de 1521. Para 1531, año en que apareció la Virgen en el Tepeyac, apenas habían pasado diez años. Los españoles intentaron evangelizar a los pueblos originarios, pero el proceso fue lento y difícil. Los habitantes originarios no iban a olvidarse de sus creencias, sus costumbres y su cosmovisión de la noche a la mañana. Seguían creyendo en ellas y veladamente adoraban a sus deidades detrás de fiestas cristianas. Por ejemplo, los festivales de Mictlántecutli y su esposa Mictecacihuatl, señores de la muerte, se siguieron celebrando detrás de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos. Se creó así un sincretismo que, en realidad, era un paganismo encriptado.

Hacía falta algo que permitiera una evangelización, digamos, dócil o suave, y al mismo tiempo más efectiva y expedita. Hacía falta un milagro. La imagen de la Virgen de Guadalupe —sea de origen divino o no— fue ese milagro. A partir de su surgimiento, como símbolo religioso permitió la cohesión cultural de los indígenas, los mestizos y los criollos. Si usted me pregunta, ese es el momento del nacimiento de la nación mexicana y de la mexicanidad. La imagen de la Virgen permitió que los pueblos náhuatl se incorporaran al proyecto religioso español sin que se destruyera el universo simbólico-semántico indígena. Fue el primer, y probablemente también el último y único, elemento de unidad. Y lo seguirá siendo mientras existan mexicanos en el mundo.

La Virgen apareció en el cerro del Tepeyac, que era el lugar sagrado donde se adoraba a Tonantzin, “Nuestra Madre”, entidad náhuatl que es madre de todos los dioses y se aproxima a la madre tierra. Es una figura protectora que da vida. De algún modo —y puede que ahí esté el milagro—, la imagen de Guadalupe supuso no una imposición, sino una transformación de las creencias de los indígenas. La Virgen no le habló a Juan Diego en español, sino en náhuatl. La Virgen no fue, pues, una figura ajena o extranjera, sino la propia Tonantzin amorosa dirigiéndose a sus hijos. Fue una virgen indígena —aunque es un contrasentido que muchas personas católicas que se dicen guadalupanas desprecien o discriminen a quienes tienen rasgos indígenas, como los de la Virgen—. Si hubiera sido una Virgen blanca, con iconografía europea, no habría significado nada para los nahuas. La Virgen de Guadalupe apareció a los ojos de los indígenas no como un instrumento del poder del conquistador español, sino como una madre cercana y comprensiva, una madre defensora y protectora, que tenía el aspecto de ellos mismos.

Divino su origen o no, los elementos prehispánicos presentes en la imagen son asombrosos. Hay detrás de ella un fondo dorado, y bajo sus pies una luna. En Apocalipsis 12 aparece una “mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies”. Pero hay que tener presente que en la cosmovisión náhuatl el sol era símbolo de la divinidad suprema y de la energía vital. La imagen une a la Madre de Dios, a Tonantzin y al sol de los náhuatl. Por eso la imagen fue tan connatural a ellos, de un modo sobrecogedor.

La luna y la noche simbolizan para los náhuatl una serie de deidades que podían ser peligrosas, por ejemplo Coyolxauhqui, hermana de Huitzilopochtli. Algunos intérpretes han visto en esta luna negra no el sometimiento de la religión indígena a manos del cristianismo, sino más bien la victoria integradora del nuevo orden sagrado. Con Guadalupe, los náhuatl no se sintieron dominados o sometidos, sino integrados.

Ahora bien, el manto de la Virgen es azul turquesa, color de los dioses y de los emperadores mexicas. Solo ellos podían usar ese color. La Virgen de Guadalupe, así ataviada, es una verdadera reina indígena y no una imposición extranjera. Algunos ven en las estrellas del manto la posición aproximada de la cúpula celeste en el solsticio del invierno de 1531. Aunque esto ha sido debatido, como símbolo es válido: es el acta de nacimiento de la mexicanidad: una mexicanidad que es, más que católica, guadalupana.

Hay una flor sobre el vientre de la Virgen. La flor de cuatro pétalos representa en la cosmovisión náhuatl el centro del universo, el Nahui Ollin, y señala el punto donde reside lo divino. La Virgen está encinta. Para los indígenas, la imagen señalaba que en el vientre de la Virgen está el centro del universo, la divinidad misma: en el vientre de la Virgen está el Hijo de Dios: “bendita eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”.

La Virgen aparece con una postura de humildad, suavidad, intercesión. No es una diosa altiva, sino una madre cercana que te escucha, te acoge y te cuida. ¿Qué le dijo a Juan Diego? No lo amenazó con las llamas del infierno si pecaba, ni le habló de castigos eternos. Le dijo: “No temas ni te aflijas, hijo mío el más pequeño, ¿no estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y amparo?”. Palabras amorosas y conmovedoras de una verdadera madre; y se las dijo en náhuatl.

Sin la Virgen de Guadalupe, la evangelización de los indígenas hubiera seguido otros derroteros. No solo los convenció a ellos, sino que también permitió la fusión cultural entre indígenas, mestizos, criollos y españoles. Tan es así que fue Guadalupe el estandarte con el que Miguel Hidalgo dio inicio a la guerra de Independencia. Tan es así que no es casual que un movimiento político se haga llamar Morena.

Hace tiempo dejé de creer. Mi estado existencial es digno de compasión, pues soy como una piedra que no cree en nada ni en nadie. Entiendo que para millones la aparición de la Virgen fue un milagro, un hecho histórico, real y verídico. Yo no voy a poner nunca eso en duda, como incluso sacerdotes lo han hecho —recuerde usted al abad de la Basílica de Guadalupe, Guillermo Schulenburg, que negó la existencia histórica de Juan Diego, lo que habría implicado negar la aparición de la Virgen, pues entonces ¿a quién se le hubiera aparecido?—. Si bien no creo en nada, me acepto y me asumo profundamente guadalupano, que es lo mismo que decir mexicano. Porque en este país hasta los ateos son guadalupanos. México es Guadalupe, y Guadalupe es México. Guadalupe fue la posibilidad de la existencia de México, y ese es el verdadero milagro.

¡Viva la Virgen de Guadalupe!

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