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Opinión

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El argumento a favor de la democracia militante

Con muchos en Alemania pidiendo la prohibición de Alternative für Deutschland, la extrema derecha y sus aliados se presentan como víctimas de persecución política. Sin embargo, intentan combinar dos tipos de régimen: la democracia constitucional y la democracia popular autoritaria.

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NUEVA YORK – La cuestión de si las democracias deben defenderse de la subversión, y cómo deben hacerlo, ha vuelto a convertirse en un tema candente. En Alemania, un coro cada vez más numeroso exige que se inicien procedimientos legales que podrían resultar en la prohibición del partido ultraderechista Alternative für Deutschland (AfD). La Oficina Federal para la Protección de la Constitución -una agencia de inteligencia nacional- ya ha calificado al partido de organización extremista, lo que implica que es inconstitucional.

Pero en las recientes elecciones presidenciales de Rumanía, los votantes rechazaron a un candidato nacionalista de extrema derecha, lo que sugiere que las amenazas a la democracia pueden frustrarse en las urnas. Y un debate similar precedió a las elecciones estadounidenses del año pasado, cuando el estado de Colorado lideró un esfuerzo por mantener a Donald Trump fuera de las urnas. ¿Debe excluirse a un candidato por infringir la ley o debe ser siempre el electorado quien tenga la última palabra?

Plantear la cuestión de esta manera pasa por alto lo que realmente está en juego: el futuro de la democracia constitucional, que no es lo mismo que una democracia popular. Una constitución establece las aspiraciones normativas del sistema político que crea, incluidos los derechos civiles y políticos fundamentales. Determina el alcance y los límites del poder que pueden ejercer las distintas ramas del gobierno, incluidos los controles y equilibrios entre ellas.

Por el contrario, una democracia popular prescinde de las restricciones legales, que se consideran obstáculos para hacer realidad la verdadera voluntad del pueblo. Mao Zedong es quizás el líder más conocido de una democracia popular. Gobernó por decreto, desmantelando el sistema legal y tachando de enemigos del pueblo a los terratenientes, los ricos y diversas malas influencias (incluidos los abogados). Todos fueron tratados con severidad.

No se sabe si esto reflejaba realmente la voluntad del pueblo, porque Mao simplemente se declaró la única voz del pueblo. También suprimió las elecciones; pero, por supuesto, cuando se aterroriza al pueblo hasta la sumisión, éste producirá cualquier resultado que el líder desee, haciendo que las elecciones carezcan de sentido.

Adolf Hitler es otro ejemplo de un líder que pretendía encarnar la verdadera voluntad del pueblo. Él también determinó quiénes eran los enemigos del pueblo (comunistas, disidentes, romaníes, judíos) y los purgó, encarceló y asesinó por millones. Pero, a diferencia de Mao, no desmanteló por completo el sistema legal. Bajo el reino del terror nazi había un sistema jurídico que había sido despojado de sus fundamentos normativos, pero que seguía funcionando como una máquina bien aceitada a la hora de resolver asuntos civiles, administrativos e incluso penales. La Alemania nazi, escribió Ernst Fraenkel, era un “estado dual”: administraba la vida de la gente corriente a través de la ley, pero “el líder” gobernaba sin restricciones legales.

Mientras que Mao llegó al poder por la vía de la revolución, el intento inicial de Hitler de hacerse con el poder por la fuerza lo llevó a la cárcel. Pero Hitler aprendió de su error y diseñó planes para llegar al poder por medios democráticos y luego desmantelar el sistema desde adentro.

Convirtió el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) en un movimiento que desacreditaba sistemáticamente las instituciones de la República de Weimar y propugnaba su ascenso. El nombre del partido estaba bien elegido. Al incluir “socialista” y “obrero”, parecía ofrecer una alternativa a los partidos proobreros existentes, aunque en realidad era una organización nacionalista radical empeñada en liberar a Alemania de las garras de sus enemigos internos y externos (según determinara el líder infalible).

Esta vez funcionó. En 1932, el NSDAP se convirtió en el partido más grande del parlamento, legitimando al que antes fuera golpista. Cuando Hitler fue nombrado canciller al año siguiente, se apresuró a declarar ilegales a los partidos competidores y a completar su toma de poder con la infame Ley Habilitante (Ermächtigungsgesetz) del 24 de marzo de 1933. A partir de entonces, las nuevas leyes podían apartarse de la Constitución y los tratados internacionales podían aprobarse sin la participación del poder legislativo. El resto es historia.

En este contexto, la Constitución alemana de posguerra, la Ley Fundamental, se concibió explícitamente como una “Constitución militante” —un término acuñado por el jurista alemán Karl Löwenstein, que huyó de la Alemania nazi a Estados Unidos—. Esta ley consagraba el principio de que la propia organización interna de los partidos políticos debía ser constitucional (artículo 21): “Serán inconstitucionales los partidos que, por razón de sus fines o del comportamiento de sus afiliados, pretendan socavar o abolir el orden básico democrático libre o poner en peligro la existencia de la República Federal de Alemania”. En consecuencia, los procedimientos contra un partido pueden ser iniciados por la cámara alta o la cámara baja del Parlamento y por el gobierno, aunque el Tribunal Constitucional tiene la última palabra.

Otros países también cuentan con mecanismos defensivos de este tipo. Entre ellos figuran delitos penales como la traición, procedimientos de destitución de cargos públicos, poderes de emergencia y mecanismos para prohibir partidos políticos. Para algunos, estos mecanismos pueden parecer una perversión de la idea misma de democracia liberal —un medio cínico de eliminar rivales, como dijo recientemente el nuevo canciller alemán, Friedrich Merz—.

Pero el problema con este argumento es que solo se puede vencer a los competidores con medios democráticos si ellos mismos se adhieren a los principios democráticos. Un equipo deportivo que mostrara su voluntad de incumplir las reglas y que hiciera caso omiso de las decisiones del árbitro nunca ganaría el campeonato, por muy entusiastas que fueran sus seguidores. Las reglas imponen limitaciones a los jugadores para garantizar el juego limpio y un resultado legítimo. Esto es tan válido en la democracia constitucional como en el fútbol.

La autora

Katharina Pistor, profesora de Derecho Comparado en la Facultad de Leyes de Columbia, es autora de The Code of Capital: Cómo la ley crea riqueza y desigualdad (Princeton University Press, 2019).

Copyright: Project Syndicate, 1995 - 2025

www.project- syndicate.org

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