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Opinión

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Festejo para los que saben

Foto EE: Especial

Nuestro afán celebratorio no es nada más nuestro y solamente de un día. En este mes de mayo es mucho más notable. Primero festejamos el Día del Trabajo, después el Día de la Madre y pasado mañana el Día del Maestro. Acudiendo a otros tiempos y lejanas culturas, nada más como dato curioso y para amenizar la mañana de este lunes, sepa usted, lector querido, que los romanos –también muy dados a la fiesta– celebraban el 15 de mayo el aniversario del nacimiento de Mercurio, hijo de Júpiter y de la diosa Maia, una más de las doncellas que sucumbió a la fascinación de este coqueto dios. Cuenta la mitología que cuando Mercurio era muy pequeño y estaba preso del aburrimiento, le robó el ganado a Apolo mientras este dormía, convirtiéndose así en el santo patrón de los ladrones que al fin y al cabo también tienen su corazoncito (aunque apeste y sea maligno). El joven dios, gracias a ciertos atributos mágicos –como su capa, sus sandalias aladas y su caduceo– era capaz de recorrer grandes distancias a una velocidad sorprendente y, aunque parezca que poco tiene que ver, también era maestro en la adivinación y sabía lo que al mundo le esperaba.

Nuestra celebración nacional, sin embargo, no tiene una historia tan añeja. El origen se remonta a 1917 cuando dos diputados presentaron ante el Congreso de la Unión el proyecto de instituir un día para honrar al magisterio, proponiendo que fuera justo el día 15 de mayo. El 27 de septiembre del mismo año, el Congreso dio su aprobación. Léase que la primera conmemoración del Día del Maestro en México fue el 15 de mayo de 1918.

Conviene saber y analizar las otras razones del festejo y empezar como se debe: el término “profesor” viene de la voz profesar. En alguno de sus sentidos quiere decir “ejercer una ciencia, un arte o un oficio". Además, implica “ejercer un oficio con inclinación voluntaria y continua”. Profesar es mucho más que simplemente enseñar alguna materia con inclinación voluntaria. Implica consagrarse y dedicarse a tal actividad de manera completa. En lo individual, lo colectivo y con el compromiso de servir como premisa fundamental del conocimiento. Es decir, con verdadera vocación. 

En cuanto a la palabra “maestro” habría que mencionar sus muchos significados: “el que conduce”, “el que guía”, “el que enseña el camino”, y no solamente “el que instruye”. Porque un maestro es aquel que enseña, instruye y adoctrina, pero también el que inspira. Aquel que tiene un apasionado interés por educar y sabe cómo hacerlo.

Para estructurar el pensamiento, dicen. También para ayudar en el proceso de maduración de los niños. O para desarrollar capacidades intelectuales, habilidades, destrezas y técnicas. Al final nos enseñan a ganarnos la vida, pero en un principio para distinguir entre el rojo y el azul, sumar y restar los objetos del universo, entender lo que significan las letras reunidas y cómo acceder a las bondades del conocimiento. Para eso, se supone, sirve la educación. Para eso sirven los maestros. 

No tienen tarea fácil y sí muchas expectativas sobre sus hombros: dominar un cúmulo de interminables materias que van desde las elementales normas cívicas hasta los más profundos principios éticos y morales, es decir, comunicar lo imprescindible para que un alumno se convierta en un hombre de bien y sea capaz de ganarse el pan de cada día. Una labor titánica, porque nunca dejamos de ser sólo pobres aprendices. El maestro es sinónimo de sensei, –el título japonés que se refiere a quienes enseñan las disciplinas del cuerpo y el alma– equivalente a gurú –como lo fueron Jesús, Buda, Mahoma y Confucio– y con el compromiso de cargar sobre sus hombros las conclusiones a las que llegan todos los alumnos que escuchan sus palabras.

Un maestro –dicen ellos, los que saben– es aquel que volviendo a hacer el camino viejo aprende el nuevo. El que opina lo mismo que María Montessori cuando dijo que la mayor señal del éxito como docente es poder decir: "Ahora los niños trabajan como si yo no existiera” y también el que está convencido de que enseñar es aprender dos veces. (Y, además, disfruta el proceso entero).

Antes de decidir, lector querido, en la fiesta que usted organizaría, valdría la pena recordar a nuestros históricos maestros: Justo Sierra, Rita Cetina, Gabino Barreda e Ignacio Manuel Altamirano, por ejemplo; recordar a aquellos que conocimos en el aula y cuyas enseñanzas nos cambiaron la vida –Ludwik Margules, Gonzalo Celorio, Ernesto de la Peña y Teresa Rhode, en mi caso–; felicitarnos por haber sido sus alumnos y después entrar en calma. Dejar de pensar en las materias que reprobamos, los maestros que no saben enseñar, los alumnos que no quieren aprender y la educación que todavía nos falta.

 

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