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Opinión

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¿Sobrevivirá el legado del papa Francisco?

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J. Francisco De Anda Corral

La muerte del papa Francisco ha dejado a la Iglesia católica en puntos suspensivos.

Aunque las reformas que impulsó el pontífice fueron más simbólicas que reales, no es menor cosa la reestructuración que hizo de la Curia Romana, la puerta que abrió a laicos y mujeres para participar en el gobierno de la Iglesia, los controles que impuso a las finanzas del Vaticano para que el manejo del dinero fuera más transparente y con un sentido más pastoral; pero lo más trascendente es que retomó el impulso del Concilio Vaticano II, que Juan XXIII definió como una “ventana de aire fresco”, y renovó la perspectiva de una iglesia más acogedora que reguladora.

“La iglesia no es una aduana, nuestra misión no es controlar, sino acompañar”, se le escuchó decir más de una vez, cuando se le cuestionaba que se pronunciara en favor de acoger a las personas divorciadas o a católicos homosexuales o lesbianas, incluso personas trans.

Ciertamente, Francisco no cambió la doctrina de la Iglesia ni en este ni en otros aspectos, pero cambió la cultura, la mentalidad de millones de católicos, y fue un cambio que revitalizó a la Iglesia y le devolvió su dignidad y su autoridad moral.

El jesuita Sergio Cobo, misionero en la Sierra Norte de Veracruz y asesor de Radio Cultural Huayacocotla, me lo dijo sin rodeos: "El papa Francisco animó a mucha gente que se había apartado no sólo de la Iglesia sino de cualquier práctica o reconocimiento de nuestra fe (...) abrió la Iglesia a los jóvenes (...)".

Ese dato es esencial para mirar hacia el futuro. Sin jóvenes no habrá Iglesia para el siglo XXI. En México, el país con mayor número de católicos en el continente americano, después de Brasil (98 millones según el censo de 2020), sin embargo, el porcentaje de población católica ha venido disminuyendo en las últimas décadas, 89.9% en 1990; 87.9% en 2000; 83% en 2010 y 77% en 2020.

Insisto, el papa Francisco no cambió la doctrina pero cambió la cultura. Ningún papa antes había escuchado y dialogado con tanta transparencia y sencillez. Todos los anteriores, incluso el carismático y popular san Juan Pablo II, hablaban desde la Cátedra de San Pedro, desde la superioridad moral del papado, en cambio Francisco se asumió desde el principio como un ser humano, pecador como todos y, sin embargo, mirado con infinita misericordia por Dios y llamado al servicio de la fe y la justicia, me confió otro jesuita, Pedro Reyes, director de la revista Christus.

Esa experiencia profunda, arraigada en los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, y que queda escrita en su escudo pontifical (“miserando atque eligendo”) hizo la diferencia, definió su mensaje y su estilo, y le permitió desbrozar un camino que ya no tiene retorno y que tendrá que seguir adelante, reconoció en una reunión con periodistas el obispo Francisco Javier Acero, aunque ,matiza, con un ritmo y estilo distintos.

En efecto, será muy difícil igualar el estilo del Papa Francisco, que eligió estar cerca de la gente, se bajó del papamóvil y dejó el Palacio Apostólico para caminar entre la comunidad.

El hombre que caminaba por las calles de Roma, como solía andar en su natal Buenos Aires; comía del buffet cotidiano que se sirve en el comedor a los habitantes de la casa de Santa Marta –y hacía fila, como todos–, y compartía la mesa con indigentes; que en lugar de rezar en su capilla privada, gustaba de ir fuera del Vaticano hacia su templo predilecto—Santa María Maggiore– como lo hace cualquier católico practicante; el que a cada rato burlaba el cerco de seguridad para acercarse a la gente, saludarla, abrazarla, darle una bendición o una palabra de aliento; estaba ávido de escuchar las voces menos ortodoxas y recibir los cuestionamientos de las y los jóvenes y de algunos periodistas; no rehuía a ningún tema, incluso personales, su salud, su neurosis, su sobrepeso, como consta en la entrevista que le concedió al periodista y médico argentino Nelson Castro.

Pero el estilo del papa sería un rasgo anecdótico si no se hubiera constatado el liderazgo moral que le han reconocido personajes públicos tan disímbolos y de ideologías opuestas, pero sobre todo, el afecto y respeto que le han demostrado las más de 250 mil personas que estos días acudieron a despedirlo y los millones que aún lo lloran a la distancia.

Con todo, frente al próximo cónclave, se impone la pregunta de si los cardenales electores querrán avanzar más rápido y profundamente en ese camino de apertura misericordiosa que trazó Francisco o elegirán un sucesor que responda más a la realidad geopolítica o que emprenda el retorno a a la tradición y a la estabilidad eclesial.

No está de más recordar la sabia conseja que dice que quien entra papable al cónclave sale cardenal, para aquellos que se afanan en las quinielas. Pero ante el vértigo que producen los cambios, más en una institución milenaria como la Iglesia católica, frenar la apertura será una tentación que flotará en la Capilla Sixtina.

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J. Francisco De Anda Corral

Editor de Arte, Ideas y Gente en El Economista. Es Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Maestro en Filosofía Social, por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO). Especialista en temas de arqueología, antropología, patrimonio cultural, religiones y responsabilidad social. Colaboró anteriormente en Público-Milenio, Radio Universidad de Guadalajara y Radio Metrópoli, en Guadalajara.

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