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Atracones, gordofobia y alta cocina: de Kilos mortales a Chef’s Table
Nuestra relación con la comida en estos tiempos del capitalismo tardío va del exceso a la sofisticación absurda.

Opinión
Nadie está para saberlo, pero a los columnistas nos gusta psicoanalizarnos con los lectores. Este es el hecho vergonzante de mi vida: soy gorda, he sido gorda la mayor parte de mi vida. Aquí y allá he hecho esfuerzos para tener cuerpazo en vez de cuerpote. En temporadas de mi vida lo he logrado, pero mi relación con la comida no es buena. Soy la reina de los carbohidratos, esclava de las hamburguesas.
Decía Epicuro que antes que saber qué vamos a comer hay que saber con quién vamos a comer. Comer a solas lo hacen los lobos, comer en compañía nos hace humanos. Estaba pensando en eso porque paso por un proceso para perder peso de manera definitiva, con educación alimentaria y buen juicio. Comer implica varias cosas: un placer y un hecho social, un espacio para los sentidos y la conversación. Comer de verdad no es darte atracones cada vez que nos sentimos tristes, derrotados o ansiosos. Comer debe ser un placer sano, sin culpas.
Al menos eso debería ser la comida. Nuestra (mala) relación con la comida y el cuerpo es sintomática de estos tiempos del capitalismo tardío. Xiaomanyc, un influencer de YouTube que sigo desde hace unos meses, pasó de ser un gordito pachón a un palo de escoba en pocas semanas. Su método: dejar de comer sabroso. No se refiere a dejar la Coca y los Cheetos, sino todo lo que vale la pena comer: sushi, filetes, tacos, alta cocina, el largo etcétera gastronómico. Su teoría: el capitalismo nos ha dotado de tanta buena comida que no podemos parar de comer. Si quieres bajar de peso, sé asceta y come pura pastura.
Tampoco creo que esa sea una relación sana con lo que se come. A ver, todos somos de buen diente en cierta medida. Aunque se haya sido un niño melindroso, lo más seguro es que se tenga una comida preferida. ¿Quién está dispuesto a rechazar ese gozo? Como le sucede al crítico de haute cuisine de la película Ratatouille, la comida es un viaje fundamental al corazón de quienes somos. Todos queremos regresar a ese jardín secreto de nuestra infancia, ahí donde comimos por primera vez lo que nos hizo felices. No importa si nuestro platillo favorito lo descubrimos ya bien adultos, la sensación es la misma: un rincón entrañable donde se vuelve a un estado de gracia infantil.
Pensaba todo esto viendo Kilos mortales, programa de HBO Max que sigue la vida de personas cuyo peso rebasa los 300 kilos. El médico que espera poder salvarles la vida es un tal doctor Younan Nowzaradan, el doctor Now, el doctor Ahorita (para tratarlo con cariño mexicano).
Nowzaradan es cirujano bariátrico, es decir, atiende a personas con obesidad. El plan de ataque: una dieta de choque de menos de 1200 calorías al día, solo proteínas y un mes para bajar treinta kilos. Pasar esa primera prueba de fuego y comprometerse para seguir el programa a largo plazo lleva al premio: un bypass gástrico, la operación que les permitirá bajar drásticamente de peso y mantenerse delgados siempre y cuando vivan de manera saludable. Ahora sí, se acabaron los Cheetos y la Coca por siempre jamás.
El show (porque eso es, un espectáculo) nos advierte que la probabilidad de éxito a largo plazo es de menos del cinco por ciento, una tragedia que el programa menciona de pasada. Por cada caso de éxito del doctor Now hay cientos de pacientes que no lograrán sobrevivir. Kilos mortales tiene un spin-off llamado Kilos mortales: sus vidas hoy en el que conocemos la vida de los pacientes después de la cirugía. Algunos son felices, otros abandonan el programa. Hay muchas lágrimas y risas. Melodrama puro.
El doctor Now trata a sus pacientes con amor apache y de vez en cuando les da una palmadita en la espalda. Cada episodio es predecible como sucede con los realities y la “comfort TV”. El paciente cuenta su historia de sufrimiento (sorprende —¿o tal vez no debería?, crear un cuerpo grande que proteja es comprensible en esos casos— que muchos tienen en común haber sido abusados sexualmente en la infancia). Lo vemos hacer cosas cotidianas como bañarse y comer. Todo un freak show: ¡mira, a ver si no rompe la taza del baño! ¿De verdad es capaz de comerse diez hot cakes con cinco huevos y medio kilo de tocino?
Kilos mortales no es otra cosa que un canto a la gordofobia. Es cierto, pesar 300 kilos no es saludable, un vivir desbordado, un suicidio lento. Pero exponer así a pacientes que de por sí tienen la autoestima por el suelo es simple y llana crueldad. Supongo que los protagonistas acceden por la promesa de un año de atención médica y la esperanza de la cirugía. El hecho es que ahí estamos viendo con una mezcla de curiosidad y horror y lástima y asco y compasión. Somos un público estimulado por la pena ajena.
¿La televisión nos permite otro romance alimentario menos destructivo pero igual de compulsivo? Sí, en canales como Food Network y programas como Chef’s Table (Netflix) hay una forma de la pornografía muy de nuestros tiempos: la food porn.
La primera vez que oí el término fue hace una década cuando estaba de moda Tasty, una sección de Buzzfeed en la que se compartían recetas tan rápidas como suculentas que todos podríamos hacer. Pero no. La gran mayoría de los que veíamos los videos de Tasty éramos unos perversos de lo peor, unos masturbadores con aspiraciones. Porno barato, voyerismo permitido.
Esa food porn alimenta Chef’s Table, show documental que pinta la vida y obra de algún chef célebre. Por ejemplo, al legendario chef español José Andrés: nos cuenta de su ascenso al Topus Uranus gastronómico hasta su labor social con World Central Kitchen, fundación con la que lleva comida a zonas en situación de emergencia.
Una parte fundamental de Chef’s Table es un repaso por los platillos icónicos de cada autor, digámoslo así. Platillos y restaurantes que los han hecho grandes que la amplísima mayoría de los que vemos no podrá comer en su vida. Ni siquiera seríamos capaces de hacer una reservación en esos restaurantes de otro mundo.
Pero el asunto es ver. La comida entra por los ojos, aunque no la olemos ni la toquemos o la degustemos. Así como Kilos mortales muestra la miseria del exceso, Chef’s Table retrata la sofisticación de platillos moleculares que se comen con pipetas y microscopios. Exageraciones ambas. Debo decir que como periodismo ambos conceptos funcionan como crónicas y perfiles, en especial Chef’s Table, que es una retrato preciso de su personaje.
Lo que me lleva a otra gran serie, esta de Natgeo. Comer: una rica historia comienza con un lema simétrico: somos lo que comemos y comer nos ha hecho lo que somos. El documental en siete episodios sigue nuestra relación histórica con la comida (y hasta prehistórica, pues el recorrido incluye todo lo que los antropólogos conocen de nuestra era cavernaria).
Uno de los episodios trata del pan y la cerveza, dos productos que nacieron prácticamente al mismo tiempo. Tan fundamentales que hay recetas sumerias de los dos: de origen somos carbs y alcohol. En Comer se habla lo mismo la historia de la comida enlatada que el origen de la gran gastronomía contemporánea y también el fenómeno de la food porn y la comida rápida. Uno de los entrevistados en el documental dice algo clave sobre la fast food: no existe para alimentarnos sino para entretenernos. La solución al aburrimiento gustativo.
¿Pero alguno de estos programas nos enseña a tener una relación más saludable con lo que comemos? Derivar moralejas de todos es otro de los vicios de nuestros días; todo tiene que significar algo, todo tiene que ser rápido y satisfactorio. Si alguien quiere comer más sano, que mejor vaya al nutriólogo y no a sentarse a darse un atracón de TV.