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Opinión

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Tres nombres y tres momentos (de la fundación a la caída)

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1. Cuenta la leyenda, con la resonancia que sólo tenían las antiguas palabras, que en la antigua ciudad de Aztlán, Huitzilopochtli, dios del sol y de la guerra, se apareció a su pueblo, habló con su voz de grave maravilla y les indicó iniciar una peregrinación rumbo a una tierra prometida.  Ahí hallarían un portento flotando sobre al agua. Algo que, sin dudar les indicaría el lugar anunciado. Los peregrinos dejaron la tierra de Aztlán, que significaba "Lugar de Garzas" o "Lugar de la Blancura", y emprendieron camino. Llevaban más de 157 años oteando en el cielo y en la tierra, descifrando el vuelo de las aves, esperando, caminando. Un buen día se dieron cuenta que el sol cada vez más rojo y las estrellas más crecidas, indicaban que había llegado el momento. Cuentan que al contemplar el hoy Valle de México vieron el prodigio: sobre un islote del lago de Texcoco, un águila posada sobre un nopal, devoraba a una serpiente. Era la señal. La fecha, según el calendario occidental y gregoriano, fue el 13 de marzo del año 1325 y en la partida de nacimiento de la Gran Tenochtitlan. Alfonso Caso, uno de los estudiosos más sabios y enterados, escribió sobre el glorioso día de la fundación que "los aztecas arribaron al lago de la luna, donde al centro del mismo había una isla cuyo nombre era México, de Metztli, luna; xictli, ombligo, y co lugar”. (Que fue así como los elegidos reconocieron sitio y muchos pudieron presumir que vivían en el mismísimo ombligo de la luna).

2. Bernal Díaz del Castillo, soldado del reino de España, mano derecha de Hernán Cortés y batallador que “no se cansaba de cosa alguna”, llegó, como dijeron los presagios a terminar con la gloria de México-Tenochtitlan. En su Historia de la Verdadera de la Conquista de la Nueva España describe cómo le produjo vértigo contemplar el gran Valle de México desde las alturas y también su incómoda sensación de pequeñez. Algo horrorizado por haber visto la sangre derramada del sacrificio de aquel día, pero animándolo para el ataque final, relata su conversación con el gran Conquistador: “y dije que si no había visto muy bien su gran plaza, que desde allí podía ver muy mejor, ansí lo estuvimos mirando, porque desde aquel grande y maldito templo estaba tan alto, que todo se señoreaba muy bien y de allí vimos las tres calzadas que entran en México, que es la de Iztapalapa, que fue por la que entramos cuatro días había, y la de Tacuba que fue por la que después salimos huyendo la noche de nuestro gran desbarate (...) y vimos el agua dulce que venía de Chapultepec de que se proveía la ciudad. En aquellas tres calzadas, vimos los puentes que tenían hechos de trecho a trecho, por donde entraba y salía el agua de la laguna, de una parte a otra, y veíamos en aquella gran laguna tanta multitud de canoas, unas que venían con bastimentos y otras que volvían con cargas y mercaderías, y veíamos que cada casa de aquella gran ciudad, estaban pobladas en el agua de casa a casa y no se  pasaba sino por unas puentes levadizas (...) y vimos adoratorios a manera de torres y fortalezas, todas cosa de admiración. Y después de bien mirado y considerado todo lo que habíamos visto, tornamos a ver la gran plaza y la multitud de gente que en ella había, unos comprando y otros vendiendo. Entre nosotros hubo soldados que habían estado en muchas partes del mundo y en Constantinopla y en toda Italia y Roma y dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaño y tan llena de tanta gente no lo habían visto jamás”.

3. Expresada en dos lenguas, la fecha de la caída de Tenochtitlan fue el uno coatl del año tres calli , día del mártir de San Hipólito, el 13 de agosto de 1521. Prisionero y derrotado estaba Cuauhtémoc, el último tlatoani, tras 80 días de asedio. Después, lo sabemos, comenzó demolición, saqueo y destrucción. Bajo las ruinas de la sepultada Tenochtitlan quedó, no sólo el hedor de miles de cadáveres y el dolor de los caídos, también la angustiosa duda que cantarían poetas y testigos: para destruir tantas “cosas malditas” ¿era necesario acabar con tantas cosas buenas que ya nunca serían?

La respuesta no tardó mucho en ser sabida. El mismo Cortés le explicó al rey: “que esta ciudad que en tiempos de los indios había sido señora de otras provincias, también era razón que lo fuere en tiempo de los cristianos y que como Nuestro Señor había sido ofendido con sacrificios y otras idolatrías aquí, fuese servido de buena manera y que su santo nombre fuese honrado y ensalzado más que en otra parte de la Tierra”.

Reticencias y dudas se enterrarían por siglos y la Gran Tenochtitlan sería nombrada Nueva España.

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