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Opinión

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Todavía no se nos olvida

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Soldado golpea con el rifle a un estudiante durante la noche negra del 2 de octubre. Foto: Especial

Dicen que todo comenzó con una pelea. Un incidente en un partido de futbol americano, el 23 de julio de 1968, entre la vocacional 2 del IPN y la preparatoria Isaac Ochoterena, incorporada a la UNAM. Y que la gresca terminó cuando el cuerpo de granaderos intervino, deteniendo a los estudiantes y entrando a las instalaciones de dicha vocacional. Que después llegaron las protestas, las marchas, las pintas, los mensajes que, escritos en las mantas, decían con todas sus letras lo que nadie se atrevía a escribir en ningún periódico. El ejército ocupó Ciudad Universitaria y Javier Barros Sierra, rector de la UNAM, indignado, no pudo sino expresar una profunda tristeza y lanzar una cabal protesta: colocó la bandera de la universidad a media asta y pronunció un discurso que tampoco se olvida. “Hoy la Universidad está de luto”, finalizaba, y después salió a la calle marchando al frente de todos sus alumnos.

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Nadie se imaginó, nadie esperaba, leer el final como Elena Poniatowska lo escribió:

“A las cinco y media del miércoles 2 de octubre de 1968, aproximadamente diez mil personas se congregaron en la explanada de la Plaza de las Tres Culturas para escuchar a los oradores estudiantiles del Consejo Nacional de Huelga (CNH), los que desde el balcón del tercer piso del edificio Chihuahua se dirigían a la multitud compuesta en su gran mayoría por estudiantes, hombres y mujeres, niños y ancianos sentados en el suelo, vendedores ambulantes, amas de casa con niños en brazos, habitantes de la Unidad, transeúntes que se detuvieron a curiosear, los habituales mirones y muchas personas que vinieron a darse una “asomadita”. El ambiente era tranquilo a pesar de que la policía, el ejército y los granaderos habían hecho un gran despliegue de fuerza. Muchachos y muchachas estudiantes repartían volantes, hacían colectas en botes con las siglas CNH, vendían periódicos y carteles, y, en el tercer piso del edificio, además de los periodistas que cubren las fuentes nacionales había corresponsales y fotógrafos extranjeros enviados para informar sobre los Juegos Olímpicos que habrían de iniciarse diez días más tarde. (…) Un estudiante apellidado Vega anunciaba que la marcha programada al Casco de Santo Tomás del IPN no se iba a llevar a cabo, en vista del despliegue de fuerzas públicas y de la posible represión, surgieron en el cielo las luces de bengala que hicieron que los concurrentes dirigieran automáticamente su mirada hacia arriba. Se oyeron los primeros disparos. La gente se alarmó. A pesar de que los líderes del CNH desde el tercer piso del edificio Chihuahua, gritaban por el magnavoz: “¡No corran compañeros, no corran, son salvas! . . . ¡No se vayan, no se vayan, calma!”, la desbandada fue general. Todos huían despavoridos y muchos caían en la plaza, en las ruinas prehispánicas frente a la iglesia de Santiago Tlatelolco. Se oía el fuego cerrado y el tableteo de ametralladoras. A partir de ese momento, la Plaza de las Tres Culturas se convirtió en un infierno”

La prensa del día siguiente, de aquel jueves 3 de octubre de 1968, reaccionó, mientras pudo, de diferentes maneras. La nota del periódico Excélsior decía: “Nadie observó de dónde salieron los primeros disparos. Pero la gran mayoría de los manifestantes aseguraron que los soldados, sin advertencia ni previo aviso comenzaron a disparar. Los balazos surgían por todos lados, lo mismo de lo alto de un edificio de la Unidad Tlatelolco, que de la calle donde las fuerzas militares en tanques ligeros y vehículos blindados lanzaban ráfagas de ametralladora casi ininterrumpidamente…”   

Otros diarios como Novedades, El Universal, El Día, El Nacional, El Sol de México, El Heraldo, La Prensa, La Afición, Ovaciones, dijeron que el ejército había tenido que repeler a tiros el fuego de francotiradores apostados en las azoteas de los edificios. Calcularon la participación unos 5 mil soldados, sin contar a los siniestros personajes vestidos de civil que tenían un guante blanco en la mano derecha. Dijeron que el fuego intenso duró 29 minutos y que luego los disparos decrecieron. Sin embargo, no acabaron. Todavía se oían a las 12 de la noche.

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Los cuerpos de las víctimas que quedaron en la Plaza de las Tres Culturas no pudieron ser fotografiados porque los elementos del ejército lo impidieron. El saldo de la masacre, los nombres, los motivos, la culpa, se silenció durante mucho tiempo y todavía se oculta. De los muertos, dijeron primero 100, después 150 y llegaron hasta 325; ignorando aquello de “los heridos se cuentan por miles”, como se atrevieron a decir algunos. De los desaparecidos no se supo nada.

Ese mismo día, el Consejo Nacional de Huelga anunció que no se realizarían nuevas manifestaciones y el gobierno prohibió todo mitin o reunión pública.

Diez días después, atrasados, comenzaron los Juegos Olímpicos México 68. La excusa por la tardanza fue que no los habíamos inaugurado en verano porque las lluvias en la Ciudad de México no terminaban sino hasta después del 4 de octubre. Ninguna declaración, ni una palabra más.

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Cincuenta y cinco años han pasado, lector querido, y debe saber que hoy habrá marcha. Porque la memoria debe ser el centinela de todo lo que no ha de repetirse. Y todavía no se nos olvida.

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