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Contra la estupidez...
La Décima Musa nació un día como hoy de 1651, en San Miguel Nepantla, Edomex.

En perseguirme, mundo ¿qué interesas?
¿en qué te ofendo, cuando solo intento
poner bellezas en mi entendimiento
y no mi entendimiento en las bellezas?
Yo no estimo tesoros ni riquezas;
Y así, siempre me causa más contento
Poner riquezas en mi pensamiento
Que no mi pensamiento en las riquezas
Juana de Asbaje
Dirá usted que ya sabía. Que hoy tocaba Sor Juana porque es día de su cumpleaños y no hay mujer que escriba en estos lares que no quiera escribir de ella y como ella, porque nuestra moda de hoy –bien entendida o mal puesta- es hablar de la igualdad en todos los conceptos. Hasta de los que no distinguen el género del sexo.
Aristóteles y hasta la misma Sor Juana me censurarían, porque antes de escribir sobre el propósito de este escrito diré de lo que no hablaré: no me pondré académica, no revelaré un detalle filológico que nadie notó antes, ni retomaré a Sor Juana como esta mujer avanzada a su tiempo que hasta hoy reivindica la aguerrida figura femenina y es bandera de nuestro sexo (Lo que se ve no se juzga). Sobre la Décima Musa diré -como de todo creador se debiera- que lo importante nunca fue de afuera, sino lo que venía de lo más profundo del alma -o desde lo más elevado de la celeste esfera-. Y habré de reincidir, citando otra vez las palabras de Aristóteles en el mismo párrafo: la finalidad del arte es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, no para dar gusto a la apariencia.
Ya zanjada la cuestión, empecemos desde el principio.
El 12 de noviembre de 1651 nació, en San Miguel de Nepantla, hoy en el Estado de México, Juana de Asbaje y Ramírez de Santillana, escritora, poetisa, filósofa y mujer de grandes conocimientos y sabiduría. Religiosa primero de las carmelitas descalzas, profesó después en el convento de San Jerónimo donde se dedicó al estudio y la escritura. Su primer libro, editado en España, tenía el siguiente, y no muy breve título: Inundación castálida de la única poetisa, musa décima, Sor Juana Inés de la Cruz que, en varios metros, idiomas, y estilos, fertiliza varios asuntos; con elegantes, sutiles, claros, ingeniosos, útiles versos para enseñanza, recreo, y admiración (...). Sin embargo, entre sus obras se cuentan montones de versos galantes, poemas de ocasión para regalos o cumpleaños de sus amigos, sonetos, décimas, rimas, letras para cantarse en diversas celebraciones religiosas, y dos comedias teatrales llamadas Amor es más laberinto y Los empeños de una casa. Según ella, que era modesta, casi todo lo que escribió fue por encargo y la única cosa que redactó por gusto propio fue un poema filosófico llamado Primero sueño, al que llamó “un papelito”. En realidad se trata de una alegoría filosófica de varios cientos de líneas, con métrica de silva, a propósito del ansia por el conocimiento, el vuelo del pensamiento y la consecuente caída de los que aspiran a las glorias del saber.
Este poema, el más grande de su producción -que ocupa un lugar relevante dentro de la historia de las grandes ideas filosóficas de México-, empieza con una soberbia imagen astronómica y bélica de la Noche (“piramidal, funesta, de la tierra nacida sombra”) y está dividido en cinco partes donde 150 versos pertenecen al anochecer, 115 al acto del dormir; 560 para describir el sueño; 59 al despertar y nada más 89 para el amanecer.
(Todo lo anterior para no agobiarlo a usted, lector querido, agregando que para la elaboración de este texto sus autores guías fueron Cicerón y Macrobio además de volúmenes enteros de toda la mitología, filosofía, ciencia y teología conocidos hasta entonces).
Grandiosa pero fatal, esta gran obra terminó de completar el armamento con el que las altas autoridades iban a destruirla. Hartos de sus libros, de su biblioteca, de su fama, de las cartas que escribía, pero sobre todo de su muy superior inteligencia, decidieron castigarla. La sentencia llegó por escrito, firmada por el obispo de Puebla, con el nombre de “Sor Filotea” y decía así:
“No es mi juicio tan austero censor que esté mal con los versos en que vuestra merced se ha visto tan celebrada; después que Santa Teresa, el Nazareno y otros santos canonizaron con los suyos esta habilidad; pero desearía que les imitara, así como en el verso, también en la elección de los asuntos. No apruebo la vulgaridad de los que reprueban en las mujeres el uso de las letras, pues tantas se aplicaron a este estudio, no sin alabanza de San Jerónimo. Es verdad que dice San Pablo que las mujeres no enseñen; pero no manda que las mujeres no estudien para saber; porque sólo quiso prevenir el riesgo de elación en nuestro sexo, tan propenso siempre a la vanidad. Letras que engendran elación, no las quiere Dios en la mujer; pero no las reprueba el Apóstol cuando no sacan a la mujer del estado de obediente. Notorio es a todos que el estudio y saber han contenido a usted en el estado de súbdita, y que la han servido de perfeccionar primores de obediente; pues si las demás religiosas por la obediencia sacrifican la voluntad, usted cautiva el entendimiento, que es el más arduo y agradable holocausto que puede ofrecerse en las aras de la Religión. No pretendo, según este dictamen, que usted mude el genio renunciando los libros, sino que le mejore, leyendo alguna vez el libro de Jesucristo. Mucho tiempo ha gastado usted en el estudio de filósofos y poetas; ya será razón que se perfeccionen sus empleos y que se mejoren los libros”.
Debatiendo las opiniones del obispo por medio de lo que mejor sabía hacer, escribir, Sor Juana mandó una carta en respuesta, no precisamente adecuada para responder a las acusaciones por haber leído de más. Dice sin decirlo, (óyeme con los ojos, escribió alguna vez) que una buena parte del amor a su vida se lo debió a su amor a los libros. Que prefirió estudiar los libros que a los hombres y halló en ellos el mejor viático que encontró para su humano viaje. En ella se rebela y protesta, pero finalmente contribuye a aquella condena que le habría de ser fatal. Porque parece que le da la razón al obispo cuando escribe:
“En los pasos de mi estudio a la cumbre de la Sagrada Teología pareciéndome preciso, para llegar a ella, subir por los escalones de las ciencias y artes humanas; porque ¿Cómo sin Lógica sabría yo los métodos generales y particulares con que está escrita la Sagrada Escritura? ¿Cómo sin Retórica entendería sus figuras, tropos y locuciones? ¿Cómo sin Física, tantas cuestiones naturales de las naturalezas de los animales de los sacrificios, donde se simbolizan tantas cosas ya declaradas, y otras muchas que hay? Y en fin, ¿cómo el Libro que comprende todos los libros, y la Ciencia en que se incluyen todas las ciencias, para cuya inteligencia todas sirven; y después de saberlas todas (que ya se ve que no es fácil, ni aun posible) pide otra circunstancia más que todo lo dicho, que es una continua oración y pureza de vida, para impetrar de Dios aquella purgación de ánimo e iluminación de mente que es menester para la inteligencia de cosas tan altas; y si esto falta, nada sirve de lo demás?”.
Y el resultado fue que, a la pobre de Sor Filotea, que no era ni mujer, ni podía decir su verdadero nombre, la salpicó con su propia estulticia y develando su ignorancia. Pero no sirvió de nada, porque contra la estupidez hasta los propios dioses luchan en vano. Los libros, la biblioteca y la escritura, le fueron prohibidos y retirados a Sor Juana hasta el día de su muerte.
El pensamiento, no. Y la eternidad de sus palabras, tampoco.