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Arte e Ideas

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Mirando el final de frente

A las nueve de la mañana de aquel funesto día, Miguel Hidalgo, acompañado por algunos sacerdotes, fue conducido al paredón.

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A las nueve de la mañana de aquel funesto día, Miguel Hidalgo, acompañado por algunos sacerdotes, fue conducido al paredón. Caminó con paso firme hacia el pelotón de fusilamiento en silencio, dicen, con un libro en la mano derecha y un crucifijo en la izquierda. Entregó el libro a uno de los sacerdotes, y se negó a que le vendaran los ojos. Los días de oscuridad, humillación y cautiverio, que le habían parecido más largos que la guerra misma, habían terminado. Era el 30 de julio de 1811.

Bautizado como Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla y Gallaga Mondarte Villaseñor, el que sería para siempre conocido como padre de la patria mexicana nació en Pénjamo, Guanajuato en 1753. Hijo de Ana María Gallaga y el español Cristóbal Hidalgo y Costilla fue el mayor y el ejemplo de sus cinco hermanos. Desde muy temprana edad se reveló protagónico: en 1765 cuando fue admitido como interno en el Colegio de San Nicolás Obispo, sus compañeros le adjudicaron el mote de el zorro, por su sagacidad, agilidad, dotes de convencimiento, buen habla y extensísima capacidad de adquirir y transmitir conocimientos. Obtuvo el grado de Bachiller en Artes por la Real y Pontificia Universidad de México, tres años después el de Bachiller en Teología, impartió clases de retórica y filosofía, fue rector de la Universidad de San Nicolás, capellán en Santa Clara y luego encargado del curato de Dolores.  A partir de ese momento las actividades artísticas y empresariales que enseñó a sus feligreses –desde música y teatro hasta la cría del gusano de seda- lo metieron en problemas. Sus gustos, aficiones y lecturas llamaron tanto la atención que las críticas se convirtieron en denuncias ante el Tribunal del Santo Oficio, mucho tiempo antes de que lanzara el grito de insurrección. Antes de su juicio final ya había sido interrogado y acusado de “leer libros prohibidos, mal aconsejar, no guardar los principios de la iglesia, promover que en sus reuniones se comiera y se bebiera en exceso y hasta permitir “se puteara en su casa”. Para las autoridades virreinales no fue extraño que estuviera unido a las conspiraciones de Valladolid, San Miguel el Grande y Querétaro y que fuera el alma de las famosas tertulias de la insurrección que el corregidor Miguel Domínguez y su esposa Josefa Ortiz habían planeado desde su casa. Tampoco que iniciara una guerra que, aunque muy desafortunada en cuanto estrategia militar, hubiera reunido a miembros de la iglesia, el ejército, criollos ilustres y comunes, indios, mestizos, jóvenes, mujeres y buena parte de los pobladores que lo escucharon para su causa libertaria.  Por triunfos militares insurgentes como el de Monte de las Cruces, muy pronto se le puso precio a su cabeza.

Dicen que Hidalgo cometió su error más trágico cuando decidió no tomar la Ciudad de México y se fue a Guadalajara. Acorralados en Acatita de Baján, en el actual municipio de Castaños, Coahuila, fueron aprehendidos Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama, Mariano Abasolo, Mariano Jiménez y todos los hombres que los acompañaban el 21 de mayo de 1811. Encadenados fueron llevados a Chihuahua para ser juzgados y sentenciados.

Pedro Armendáriz, jefe del pelotón que fusiló en Chihuahua a Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez, en 1822 publicó, en el periódico La Abeja Poblana, una carta, a manera de memoria que decía lo siguiente:

“El señor Hidalgo luego que llegó a Chihuahua se puso preso con las seguridades en el cuartito número 1° del Hospital; muy a menudo se confesaba, se condujo con la mayor resignación y modestia [...] se  mantuvo orando a ratos, en otros reconciliándose, y en otros parlando con tanta entereza, que parecía no se le llegaba el fin a su vida  hasta que doce soldados armados y yo, lo condujimos al corral del mismo Hospital a un rincón donde le esperaba el espantoso banquillo. Sin hablar palabra, por sí se sentó en el tal sitio, en el que fue atado con dos portafusiles de los molleros contra el palo, teniendo el Crucifijo en ambas manos, y la cara al frente de la tropa. Con arreglo a lo que previne le hizo fuego la primera fila, tres de las balas le dieron en el vientre, y la otra en un brazo que le quebró: el dolor lo hizo torcerse un poco el cuerpo y nos clavó aquellos hermosos ojos que tenía; en tal estado hice descargar la segunda fila, que le dio toda en el vientre sin acabar con él (...)  sí se le rodaron unas lágrimas muy gruesas y aún se mantenía sin siquiera desmerecer en nada aquella vista, por lo que le hizo fuego la tercera fila que volvió a errar (..) quizá sería porque los soldados temblaban como unos azogados (..) hice que dos soldados le dispararan poniendo la boca de los cañones sobre el corazón, y fue así con lo que se consiguió el fin.”

Dicen que en sus largos días de cautiverio le ofrecieron a Hidalgo salvar la vida si pedía perdón a la corona española Y que él, tranquilo, solamente había dicho: “El indulto es para los criminales, no para los defensores de la patria”.

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