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Todo fuera como eso
Mujer divina, letras y letristas antes del gran día.

De las mujeres es imposible no hablar. En todos los ámbitos de las letras —la poesía, la narrativa, el ensayo, la crítica, el análisis, el drama, el teatro y la comedia—, son las mujeres personajes principales. Siempre logran que una trama lenta avance, dan una vuelta de tuerca a todas las historias, llegan a ser las responsables de que los finales sean felices o nos sumen en una miseria insoportable. Incluso, ya muchos han llegado a sospechar que en la vida de los hombres, las tierras y las naciones, pasa exactamente lo mismo. García Márquez, que escribió las mejores novelas de su época en este lado del planeta, lo sabía perfectamente. (No por nada tiene la culpa de la existencia de Remedios la bella, que volaba, de Amaranta que puso su mano al fuego y de la cándida Eréndira y su abuela desalmada). Por ello —y otra vez hablando de ellas— en algún momento confesó: “En todo momento de mi vida hay una mujer que me lleva de la mano en las tinieblas de una realidad que las mujeres conocen mejor que los hombres y en las cuales se orientan mejor con menos luces”. Tenía toda la razón ¿no es así, lectora querida?
No todos los grandes hombres —por ilustres o arrojados— han tenido tan excelsa impresión de las mujeres. Más allá de un amable Rubén Darío, que decía que sin las mujeres la vida es pura prosa, Napoleón, un ejemplo de irreductible valentía, solía decir que las batallas contra las mujeres sólo se ganaban huyendo. Observadores y con una gran capacidad de autoanálisis, otros como Benjamín Franklin aconsejaban que quien quisiera ver progresar sus negocios tenía que consultar a su mujer; y Francisco de Quevedo, que para ser seguido por las mujeres había que ponerse delante. Pero quizá en este rubro el mejor en ruda crítica para su sexo fue Rudyard Kipling, cuando dijo (una verdad más grande que una casa): que la más tonta de las mujeres puede manejar a un hombre inteligente, pero es necesario que una mujer sea muy hábil para manejar a un imbécil.
Cuentan que a la edad de 49 años la escritora Virginia Woolf habló frente a un grupo de mujeres que querían ser profesionistas, sobre su experiencia como escritora. Habló de sus intentos de matar a lo que llamó “el ángel de la casa”.
Se refería a las mujeres virtuosas, que vivían en un estado casi incorpóreo, elevándose sobre los impulsos animales, dedicadas sólo al bienestar de la familia y a realizar las tareas domésticas con gran eficiencia. Algo muy conveniente para el Señor de la Casa, que por cierto no era ningún ángel y a veces parecía un demonio. El aplauso de las féminas se convirtió en una ovación. Fue en su libro Una habitación propia, en el que Virginia Woolf consignó estas ideas, aunque no de manera tan radical. Virginia, contrariamente a lo que pudiera pensarse, no estaba preocupada por convertirse en una portavoz del feminismo. Quería depurar su narración literaria y decir con palabras, frases y oraciones en papel. Quería escribir, sobre todo, “acerca de la vida que tenemos y las vidas que hubiéramos podido tener. Quería escribir sobre todas las formas posibles de morir”. Pero también quería decir que las mujeres, para escribir, necesitaban independencia. Económica y personal, es decir, un espacio sólo suyo.
La contraposición con los varones no era su tema. Alguna vez sólo ironizaba diciendo: “Los hombres pueden preciarse de escribir honesta y apasionadamente sobre los movimientos de las naciones; pueden pensar que la guerra y la búsqueda de Dios son los únicos temas de la gran literatura; pero si la posición de los hombres en el mundo tambaleara por un sombrero mal escogido, la literatura inglesa cambiaría dramáticamente”. Y se reía porque Virginia lo logró. Escribir. Sobre la vida y sobre la muerte antes de morirse.
Virginia no llegó a ver cómo, un par de siglos después, las mujeres ya sabían miles de cosas, habían participado en las muchas batallas que se pelearon en nombre del género, bien o mal entendido, cuáles fueron las luchas bien ganadas que sólo le correspondían a cada quién. Pero sabía que desde siempre las mujeres sabían hacer muchas cosas: gobernar naciones, dominar la ciencia, inventar los mejores inventos, dar nuevos sentidos a explicaciones viejas. Descubrir lo que nunca se había visto y dominar lo filosófico, lo mecánico, lo matemático y lo mágico. Quizá supo de la existencia de Agameda, griega del siglo XII AC que curaba toda enfermedad, de la que Homero afirma en La Iliada que “sabía de toda hierba medicinal a lo largo y ancho del mundo”. Quizá hasta se enteró hasta de Juana de Asbaje que, para poder dedicarse al estudio y la escritura, tuvo que convertirse en monja y que, en 1691, les dijo a sus enemigos —engañándolos, por supuesto— que escribir nunca había sido dictamen propio, sino una fuerza ajena que jamás comprenderían.
Claro que se enteró de la existencia del Día Internacional de la Mujer que se celebra cada 8 de marzo por iniciativa de la alemana Clara Zetkin, en 1910, que había sido testigo de una tragedia horripilante contra las mujeres. Y seguro su frase de batalla le había parecido lo mejor: “Contra el maltrato, la palabra”.
De este lado del mundo, justo en nuestro país, Rosario Castellanos, también escritora, en su libro Mujer que sabe latín, escribió: “A lo largo de la historia (la historia es el archivo de los hechos cumplidos por el hombre, y todo lo que queda fuera de él, pertenece al reino de la conjetura, de la fábula, de la leyenda, de la mentira) la mujer ha sido más que un fenómeno de la naturaleza, más que un componente de la sociedad, más que una criatura humana, un mito”.
Cierta furia fundamental existía en sus palabras. Una rabiosa decepción por la desigualdad, la discriminación, la estupidez. Porque ese mito femenino, cuando se aleja de la belleza inútil, es también excepcional. Aquellas mujeres que se alejan de cocinar para todos, encargarse de una casa y ser la madre de hijos, marido, amigos y mascotas para destacar en cualquier campo resultan heroínas para unos y villanas para otros. Queda constancia hasta en los anales de nuestra historia colonial. Nada más recordemos al obispo de Puebla, que se firma Sor Filotea, escribiéndole a Sor Juana una carta terrible, regañándola, donde antes de prohibirle seguir leyendo le dice:
“No apruebo la vulgaridad de los que reprueban en las mujeres el uso de las letras, pues tantas se aplicaron a este estudio, no sin alabanza de San Jerónimo. Es verdad que dice San Pablo que las mujeres no enseñen; pero no manda que las mujeres no estudien para saber; porque sólo quiso prevenir el riesgo de elación en nuestro sexo, propenso siempre a la vanidad. Letras que engendran elación, no las quiere Dios en la mujer; pero no las reprueba el Apóstol cuando no sacan a la mujer del estado de obediente”.
Heroica fue la cabal desobediencia de la increpada Décima Musa. Aquella que logró que su epistolar respuesta fuera un clásico de la literatura mexicana y una muy ejemplar manera de explicar que podía renunciar a las formas, pero nunca a la hechura de su espíritu.
Sirva todo lo anterior como un entremés para este muy próximo Día Internacional de la Mujer. Vamos a dejar la queja, emprender la acción y resistir la tentación de citar a Marlene Dietrich cuando dijo que a cualquier mujer le gustaría ser fiel, pero que lo difícil era hallar al hombre que se lo mereciera. También podemos gritar o protestar sin hacer ruido. De todos modos, somos mayoría.