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Opinión

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Rosario Robles: pobreza, demografía y urbanización

Rosario Robles, secretaria de Sedesol, ha tenido el arrojo de rescatar el debate demográfico, barrido durante muchos años debajo de la alfombra. Lo ha hecho a contracorriente de ubicuas ideologías conservadoras en la derecha y la izquierda, y de una hipócrita corrección política.

Es verdad que el crecimiento demográfico a nivel agregado en nuestro país es de aproximadamente 1% anual, mientras que la tasa de fecundidad general ronda 2.2, cercana a una tasa de reemplazo a largo plazo. Esto podría no atizar preocupaciones mayores. También es cierto que desde los años 70 del siglo XX, México experimentó un proceso notable de transición demográfica, con bajas considerables en tasas de mortalidad y de fecundidad, y un intenso proceso migratorio campo – ciudad y de urbanización. Esto permitió reducir la pobreza extrema, crear una amplia clase media y aumentar sensiblemente la esperanza de vida. De hecho, durante la segunda mitad del siglo pasado, la población rural se contrajo de casi 60% del total a alrededor de 23% en la actualidad. Recordemos que urbanización, desarrollo económico y humano, y reducción de la pobreza extrema forman parte de una poderosa ecuación. Es claro cómo los países y regiones del mundo (y de México) con mayor nivel de desarrollo económico y desarrollo humano son aquellos que tienen las más altas proporciones de su población viviendo en ciudades (por ejemplo, más de 95%, como ocurre en EU, Canadá, Europa, Japón, etcétera). En nuestro país basta contrastar los casos de Oaxaca, Chiapas y Guerrero, con los de Nuevo León, Aguascalientes y Baja California.

Por un lado, advirtamos que las tendencias poblacionales agregadas señaladas arriba encubren dinámicas demográficas regionales que se asocian con la pobreza extrema. Por el otro, distingamos entre pobreza y pobreza extrema, siguiendo a Coneval. La pobreza se refiere a carencias en seguridad social, salud, vivienda, educación, servicios básicos y alimentación. Se trata de un fenómeno que se extiende particularmente en las ciudades, y que alcanza a 36.6% de la población. Se relaciona en lo esencial con un débil crecimiento económico y una escasa generación de empleos. En contraste, la pobreza extrema consiste en ingresos insuficientes para siquiera sufragar una canasta básica de alimentos, condición en la que está 9.5% de los mexicanos. Es un fenómeno estructural, endémico y persistente, sobre todo en varias regiones rurales del país, en especial los estados de Chiapas en primer lugar, con casi el 40% de su población en pobreza extrema, seguido por Oaxaca y Guerrero, con entre 20 y 30 por ciento. Todo ello, a pesar de un caudaloso gasto social aplicado durante décadas en esos estados.

¿Por qué Chiapas, Oaxaca y Guerrero, y no Aguascalientes, Nuevo León, Querétaro o Baja California? De nada sirve tratar de explicarlo a través de síntomas o efectos, como una educación deficiente, falta de inversión pública, abandono, o carencia de servicios y empleos; por esta vía siempre concluiremos en más gasto, a pesar de que ha sido palmariamente ineficaz. Debemos llevar la discusión al terreno de las causas de fondo, si queremos algún día plantear políticas que verdaderamente conduzcan a un combate exitoso contra la pobreza extrema. Habrá que analizar temas de demografía rural en regiones específicas, así como de densidad de población en tierras de baja productividad y fragilidad ecológica, absurda dispersión de población en asentamientos pequeños y aislados, instituciones improductivas, cultura local adversa al emprendimiento y a la inversión privada, y dependencia de actividades agropecuarias de subsistencia. Más subsidios no resolverán la pobreza extrema, sin políticas de salud reproductiva, cambios institucionales y culturales, y sí, migración y urbanización.

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