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Opinión

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Parar la violencia: doble reto

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Lucía Melgar

Entre los muchos retos urgentes que deberá enfrentar el próximo gobierno, quizá el más urgente sea frenar la violencia, particularmente ensañada en este sexenio, que hiere y mutila cada día a nuestra sociedad, seamos o no víctimas directas de ella. Este reto es doble porque las violencias criminales y cotidianas, por más terribles e impactantes que sean, se han normalizado a tal grado que a veces parecieran parte “natural” de una realidad inmutable, que muchos prefieren ignorar. A la tolerancia social ante la violencia (evidente desde hace años), se suma la indiferencia de un gobierno que ni siquiera reconoce su gravedad y que, empecinado en una insufrible negligencia criminal, ha descalificado cínicamente el dolor de las víctimas y la ocasional indignación social.

Revertir tanto atrocidades y agresiones soterradas como su banalización es y será una tarea compleja, imprescindible si no queremos vivir en un país aún más devastado y devastador. Aunque sacarnos del despeñadero es, sobre todo, responsabilidad del gobierno (aunque el actual lo niegue), deberemos exigir a quien gane las elecciones que reconozca el profundo daño causado por políticas públicas erradas e inconsistentes que han dejado libre tránsito a los grupos criminales, desplegado a las fuerzas armadas sin más objetivo que “administrar el problema”, agravándolo, e ignorado el mar de violencias cotidianas que también debilitan la vida social y truncan millones de vidas.

Vivir en un país de fosas y masacres pesa. Daña a la sociedad, mina la sociabilidad en cuanto destruye vidas, familias y comunidades,  favorece la tolerancia de violencias que parecen menores, fomenta desconfianza y resentimiento entre vecinos,  siembra desesperanza o indiferencia en quienes ya no soportan la impotencia social y personal ante tanta saña, destruye la confianza en el presente y en el futuro. Si a esto se añaden casi seis años de negacionismo y trivialización, de justificaciones demagógicas  y denostaciones iracundas desde el poder, el daño es más corrosivo: el discurso social se contamina de vocablos que eluden la atrocidad, de calificativos despectivos hacia quienes se atreven a disentir o exigen justicia, de resentimiento y hasta odio hacia grupos y personas por el simple hecho de alzar la voz, de proponer otros caminos, de no aplaudir al líder.

Una sociedad traumatizada, sobre todo en regiones asoladas, dividida, hostil a la diferencia, favorable al autoritarismo, no puede hacer frente a un gobierno autocrático, militarizado y corrupto que engaña con promesas siempre pospuestas y autoelogios constantes. Una sociedad que no se duele de las víctimas, que no se solidariza con las madres y familias buscadoras, que no hace suyas las exigencias de justicia de las familias de mujeres asesinadas y jóvenes masacrados, no es una sociedad viable. Si no hay justicia para sobrevivientes y víctimas de los criminales y del Estado omiso o cómplice, ¿qué justicia habrá para las mujeres maltratadas o acosadas, para las niñas y niños huérfanos o desplazados, para las miles de personas que viven explotadas o languidecen tiradas en las calles?

Si queremos un mejor futuro para todos y todas, quizá habrá que empezar por dejar de lado la desidia ante el desastre (agudizado en este sexenio) y actuar como ciudadanía exigente. ¿Nos indigna el asesinato de Emiliano? Indignémonos también por el cinismo de quienes lo criminalizaron y revictimizaron. Gritemos por todos los Emilianos y Emilianas asesinados/as y exijamos justicia. Para él, para todas las personas. Por éste y otros crímenes, será indispensable llamar a cuentas a  los principales responsables de este des-gobierno, frenar la militarización y la expansión del crimen organizado con políticas sólidas, castigar y prevenir las violencias cotidianas.

Una ciudadanía exigente también ha de cuestionarse a sí misma. ¿Cómo hemos llegado a  tolerar que el presidente se mofe de las masacres, que un gobernador trivialice el asesinato de un niño, que el crimen organizado encarezca hasta las tortillas? ¿Dónde queda el sentido ético? ¿Cómo vamos a revertir tanta degradación social, política, humana? 

Lucía Melgar

Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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