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La lengua de Fray Servando

A menos palabras, menos pleitos, nos han dicho. Y siguen muchas consejas parecidas: desde” si no tienes algo bueno que decir, no digas nada” hasta “calladita te ves más bonita”, pasando por citas de autoridades que como Catón escribieron: “la primera virtud es frenar la lengua y es casi un dios quien teniendo razón sabe callarse.” Sin embargo, tanta advertencia, a veces no alcanza a quienes preferirían perder hasta la vida antes que guardar silencio.
Tal es el caso de José Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, comúnmente conocido como “fray Servando”. Nacido un día como hoy –18 de octubre– pero de 1763, cuando el hoy territorio de Monterrey, se llamaba Nuevo Reyno de León y la Corona española nos gobernaba; creció rodeado de hermanos, riquezas y comodidades. Su madre fue Antonia Guerra, “descendiente de los primeros conquistadores” –por si anduviéramos pendientes de la genealogía– y su padre, Joaquín Mier Noriega, pariente de los duques de Granada y de los marqueses de Altamira –por si todavía creyéramos en el alto linaje–. Octavo hijo del segundo matrimonio de su padre, a Servando se le conocería por su inteligencia, su rebeldía, su incomparable capacidad para convencer a otros y sus “altas dotes de oratoria”, pero también como “el fraile insurgente” ya que, simpatizante de la Independencia, puso las excelencias de su lengua al servicio de la causa.
Realizó los primeros estudios en su tierra natal y a los 17 años fue enviado a la ciudad de México a completar su formación y tomar el hábito de Santo Domingo. Con excelentes calificaciones obtuvo las órdenes menores de subdiácono y diácono, fue Maestro de Estudios, profesó el sacerdocio, se convirtió en Lector de Filosofía del convento de Santo Domingo y doctor en Teología, a los veintisiete años. En su hora más gloriosa, como merecimiento, fue elegido para predicar en las honras fúnebres de Hernán Cortés, en la solemnidad anual del Ayuntamiento de México, de 1794, frente al virrey de Branciforte y la Audiencia Real. Su intervención le valió gran aplauso, una larga ovación que de tan sonora hizo temblar las paredes del Hospital de Jesús y su reputación como orador -junto con su soberbia- se elevaron hasta las alturas.
Pronto llegaría el día de su infortunio. Tan destacada había sido su habilidad en el bien decir y tan brillantes sus discursos, que se ganó la encomienda de elaborar el sermón del 12 de diciembre de ese mismo año para la Virgen Morena. Aquel día cambiaría su vida para siempre: Fray Servando Teresa de Mier, trepó al púlpito de la Colegiata de Guadalupe y ante la presencia del virrey, el arzobispo y numeroso público cautivo, comenzó a hablar. Su discurso, dividido en cuatro partes, acabó con las creencias tradicionalmente aceptadas sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe. Dijo que la imagen se había plasmado en la capa del apóstol Santo Tomás y no en la tilma de Juan Diego; que los “indios, naturales de estas tierras”, ya cristianos, habían adorado la imagen equivocada en el Tepeyac desde antes de la Conquista, la tenían escondida y llevaban siglos cometiendo apostasía porque, finalmente, Santo Tomás y Quetzalcóatl eran la misma persona. Sus afirmaciones fueron escándalo nunca visto en la Nueva España. Tanto, que se le retiraron las licencias para predicar, confesar, decir misa y ejercer su doctorado.
Fue desterrado a España y condenado a diez años de prisión en un convento. Más poco tiempo estuvo allí: con ayuda de un clérigo y contrabandista francés huyó a París donde conoció a Simón Rodríguez, el maestro de Simón Bolívar; después dejó Francia y fue a Roma, regresó a España y se enroló en un batallón voluntario contra la invasión francesa. Estuvo en Cádiz, se unió a la logia masónica de los Caballeros Racionales, conoció a José de San Martín y a otros caballeros cuyo objetivo era “mirar por el bien de la América” y estuvo en Londres para lo mismo. También escritor, publicó “Cartas de un Americano” y escribió “Historia de la Revolución de la Nueva España, antiguamente Anáhuac”.
Cuando fray Servando regresó a México, nada nada más desembarcando, fue aprehendido otra vez. Volvió a escaparse y huyó a Filadelfia. Una vez consumada la Independencia otra vez quiso volver pero fue encarcelado en San Juan de Ulúa y después en el convento de Santo Domingo, desde donde se dio a la fuga, por séptima y última vez. Fue hasta 1824, cuando Guadalupe Victoria lo llevó a vivir a su lado, que las escapatorias del padre Mier terminaron.
Ya muy enfermo, en noviembre de1827, fray Servando invitó personalmente a sus amigos para asistir a su fiesta de administración de los santos óleos. Cuentan que llegó una multitud y que todavía le dio tiempo de decir un discurso.
Pocos días después, falleció y fue enterrado en la cripta del antiguo convento de Santo Domingo. En 1842 su cuerpo fue exhumado y su cadáver se encontró perfectamente momificado. Se cuenta que permaneció exhibido junto a otras doce momias hasta que en 1861 todas fueron vendidas al propietario de un circo. Dicen que éste las llevo primero a Buenos Aires para su exhibición y que fue en Bélgica donde apareció, por última vez y con la lengua intacta, la momia de fray Servando.