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El 2 de octubre no se olvida
Ocurre que me encuentro a un amigo que dice leer lo que aquí escribo y yo siento vergüenza por lo que pueda pensar de mi pobreza estilística y carencia de ideas. Ya leí tu columna en El Economista, ¿eh? No puedo evitar pensar que el comentario lo hace con burla por el poco valor de mis engendros. Mi baja autoestima periodística-literaria es un caso para el psiquiatra. Pero sucede que el psiquiatra cobra por consulta, aproximadamente, la mitad de lo que a mí me pagan por columna. Considerando esto prefiero expresar mi angustia existencial por medio del teclado que apoltronado en el diván del alienista. Tal vez ésta no sea la mejor forma de deshacerme de mis complejos, pero sí la más barata.
Es poca la diferencia que hay entre un señor que te escucha en un consultorio: Doctor, creo que lo que escribo no interesa a nadie. Ah, ¿usted escribe? Eso se lo dije en la primera consulta -que los lectores que te escuchan con los ojos y así se enteran de tus cuitas. Ni uno ni los otros hacen nada por resolver tus conflictos con una diferencia: los lectores además de no cobrar, no te hacen preguntas vergonzosas como el psiquiatra: Cuando se masturbaba ¿pensaba en su mamá? Pues sólo cuando me gritaba: Manolo ya sal del baño .
Ahora que trato de analizarme con objetividad me doy cuenta de que mi autoestima periodística-literaria que en el primer párrafo califiqué de baja, en el que ahora escribo le daré el título de bipolar. Oscila entre la íntima jactancia de no seré carpintero, pero mis trompos bailan y la indigencia intelectual de no haber leído a Joyce, jamás haber estado en un taller de redacción, nunca haber tomado un curso de periodismo y no saber qué hacer para no reiterar, como ahora, el verbo haber en el mismo enunciado.
Cuando me pongo amable conmigo soy como el argentino que al enterarse de que habían perdido la guerra de Las Malvinas dijo con mesurada presunción: No está mal, segundo lugar y sin haber entrenado .
Bueno, ¿y?
Las lectoras y/o los lectores -prefiero esta fórmula que la horrorosa foxista de las y los lectores que al parecer ya se hizo lugar común al hablar.
Va de arriba: Las lectoras y/o los lectores a estas alturas de la columna están en su derecho de preguntarse: ¿de qué quiere escribir hoy este pinche loco, adónde quiere llevarnos, habrá transporte de regreso? A ésas y a ésos les contesto: con lo anteriormente escrito quiero hacer una semblanza de mi origen casi autodidacta producto de haber -verbo favorito- cursado la secundaria y la preparatoria en las tinieblas de un colegio confesional y decimonónico de donde salí con la percepción, entre otras aberraciones, de que no hay poetas ni filósofos vivos.
Con un famélico bagaje cultural y 17 años de edad, llegué a la Gran Ciudad en 1963. Afortunadamente tuve en la escuela nocturna donde aprendía las Artes y las Ciencias de la Producción y la Publicidad en Radio y Televisión -el título era más largo que la carrera de cuatro semestres- excelentes maestros que imbuyeron en mí la necesidad de leer; el afán de saber y la posibilidad de pensar con libertad.
En 1964 comencé mis pininos profesionales en la agencia Camacho y Orvañanos, Publicidad, donde acabé de criarme en todos sentidos y para bien y para mal -más para bien-aprendí de todo. Ahí reanudé la lectura de la revista Siempre! que mi padre llevaba a casa y que en sus páginas centrales traía excelentes fotografías para prácticas solitarias con el deleite de pensar en esas mamacitas antes de que la propia me conminara a salir del placentero recinto.
Siempre! fue para mí un referente de aprendizaje. Cada jueves leía yo a los colaboradores que me gustaban o con los que coincidía mi manera de pensar. Gracias al suplemento La Cultura en México conocí a autores cuya lectura posteriormente proseguí por mi cuenta y a la inolvidable R que seguí hasta su muerte.
Andrés de la Garza y Juan Trigos, creativos de la agencia precitada, fueron para mí una guía en lecturas, sobre todo Juan, que me hacía recomendaciones para que se me quitara lo nejayote, palabra que significa el agua amarilla del nixtamal, pero que él usaba como sinónimo de ignorante.
Al llegar 1968 culturalmente ya había logrado, con relativamente poco entrenamiento, un segundo lugar. Era yo el Novato del Año. Ya se conocía de mí, en el pequeño círculo de compañeros de las agencias, clientes y proveedores, algunas letras minúsculas que me daban anuencia para, a mis 22 años, discutir, alternar y beber con los mayores.
1968
Al comenzar el conflicto estudiantil del 68 escribí algo que podría llamarse mi postura particular sobre cuestiones políticas. El manifiesto terminaba con una declaratoria muy mamona, propia de mi edad y arrogancia, para mí la vida -y por ende la política y lo demás- sólo tiene un sentido: El sentido del humor . Trigos leyó lo escrito y sentenció: Además de nejayote eres nihilista . No dije nada, pero pensé: ¿qué querrá decir nihilista? La enciclopedia vino en mi auxilio: Nihilista es la persona que no se inclina ante ninguna autoridad, que no acepta ningún principio ni artículo de fe . Me encantó la definición. Hice mío el concepto. Era yo soltero, ganaba más o menos buena lana y vivíamos en la era psicodélica. La neta: los estudiantes me valieron madres.
Tengo, pese a mi indiferencia, algunos recuerdos e impresiones que no olvido. Al grupo que nos reuníamos en un departamento, nos pareció más impactante, desde el punto de vista creativo, el movimiento de París que se había generado en mayo y que estaba en plena ebullición cuando comenzó, en julio, el de México. Los grafitis plasmados en las paredes parisinas nos parecían geniales. Una noche que hablábamos de ello, provistos de un plumón De la Garza y yo pintarrajeamos con aforismos y consignas las paredes del depa. Por más que trato de acordarme de algo de lo escrito sólo viene a mi memoria una frase que se me ocurrió: El Cueto de nunca acabar . (Una de las consignas del movimiento mexicano era la renuncia de los jefes policiacos Cueto y Mendiolea). No sé si fue esa madrugada u otra semejante cuando, al dirigirme a mi casa, al llegar a la calle de Bucareli tuve que parar mi auto y dejar pasar cinco tanques del Ejército. Al verlos se me bajó la onda que me costó tiempo y dinero adquirir.
La tarde del 2 de octubre estaba en la oficina de la multicitada agencia en la calle de Copenhague, en la Zona Rosa, cuando escuchamos claramente, aunque un tanto lejanos, tableteos múltiples, fácil 20 o 30, de ocho o diez disparos cada uno, de ametralladoras, rifles de repetición o metralletas, como se llamasen esas armas que, a la distancia, nos causaron pavor.
Juan Trigos, el único de mis amigos que, aunque pasivo, fue partidario del movimiento, una noche, entre el 2 y el 12 de octubre, lo puedo precisar porque aún no empezaban los Juegos Olímpicos, que andábamos de bar en bar -la ciudad era una fiesta- me propuso: Vamos a Tlatelolco ¿Para qué? -pregunté reticente. Nomás. A ver cómo quedó. A ver que hay . Y fuimos. Entramos por el cine del mismo nombre y al dar la vuelta, detrás de un edificio, estaban unos soldados bajo una lona, también un Jeep y una tanqueta estacionados. Al verlos, aminoré la velocidad del coche. El motor se apagó. Por esos días traía muy bajo el acumulador y mal el generador, sucedía en ocasiones, que era más la energía que gastaba que la que recargada. Eso pasó. Ni modo -le dije a Juan. Vamos a empujar los dos, así sale -No era la primera vez que ocurría. Lo empujamos, me subí al volante, metí primera, saqué el clutch y nada. Hicimos otro intento no sin antes percatarnos, ambos, de lo cerca que estábamos de los soldados; sin embargo, no hicimos ningún comentario al respecto. Empujamos, me subí, puse primera, saqué el clutch y nada. Ahora sí estábamos enfrente de los soldados. Tres de ellos vinieron en dirección nuestra. No sé a Juan, pero a mí se me cayeron las nalgas. Súbanse al coche -ordenó uno de los soldados y con mucho gusto y presteza lo obedecimos. Los tres verdes empujaron. Dejé que se encarrerara el vehículo, metí primera, saqué el clutch: el motor respondió. A señas nos despedimos de los amables sardos y no paramos hasta un cabaret de la calle Guerrero, por cierto se llamaba -cómo se me va a olvidar- El Olímpico.