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Celebrando los hechos consumados

Entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México el 27 de septiembre de 1821. Foto EE: Especial
Era jueves 27 de septiembre de 1821 y todos –temerosos algunos, felices, muchos otros– estaban esperando. Los periódicos ya lo habían advertido. El “Diario Político Militar Mejicano” de aquel día decía: “será un día indeleble en la memoria de los mexicanos, juntando con inexplicable placer el día en que vio perfeccionada su libertad (…) todo paz, unión y fraternidad. No habrá quien se queje, no digo ya que le hayan maltratado de obra, pero ni aun de haberle ofendido de palabra.” Parecía un misterio, pero debajo de la metáfora y cabalgando en lo simbólico, decían la pura verdad.
No era una nota de última hora porque desde la segunda semana de septiembre, la prensa había estado encaminada a comunicar a los habitantes de la capital, todo lo que estaba ocurriendo en las inmediaciones del valle del Anáhuac y las zonas aledañas: que el Ejército de las Tres Garantías estaba cerca y entraría a la ciudad de México –con sus 7,616 soldados de infantería, 7,755 elementos de caballería y 763 artilleros con todo y sus 68 cañones– para celebrar el triunfo de la Independencia consumada.
En párrafos llenos de patriótico sentimiento, las editoriales también exhortaban a la población a permanecer tranquila, agradecer a los jefes militares sus sacrificios, participar de los festejos y recibir a los héroes con agradecimiento y entusiasmo. Y es que el camino había sido largo, doloroso, sangriento y complicado.
Hubieron de transcurrir más de once años, desde el inicio de la lucha insurgente iniciada por Miguel Hidalgo, hasta los acuerdos que reconciliaron a las fuerzas insurgentes y virreinales para abandonar las armas, suspender las agresiones, declarar la unión, formar una sola fuerza y reconocer triunfante a la Independencia. Todavía en aquel mes de septiembre de hace 201 años, hubo que llorar a los últimos muertos, firmar cartas, decir discursos, dar abrazos, superar sospechas, sortear burocracia y diplomacia y empeñar la honra, la fortuna y la palabra hasta que el reino español se declarara vencido.
Las crónicas atestiguan que, finalmente, aquel 27 de septiembre, día de San Cosme y San Damián –fecha que Carlos María de Bustamante calificó como “el día más fastuoso que pudiera ver la nación mexicana”– entró el Ejército Trigarante a la ciudad de México. La marcha inició en Chapultepec, siguiendo la calzada del mismo nombre y por Paseo Nuevo. Cruzó la calle de Santa Isabel (hoy Eje Central Lázaro Cárdenas), pasó junto al convento de San Francisco y frente a la casa de los Azulejos, siguió por Plateros (hoy Madero) hasta que finalmente entró a la Plaza Mayor (todavía hoy y a lo mejor para siempre el Zócalo capitalino).
Con Agustín de Iturbide al frente –que además ese día cumplía 38 años– el Ejército Trigarante desplegó gallardo paso, atestiguando las cortinas, flámulas y gallardetes que emperifollaban las calles, todas resaltando el verde, rojo y blanco en sus adornos. Admiraron el arco triunfal que se había mandado construir entre la fábrica del convento del Seráfico San Francisco y la casa del conde del Valle y ni cuenta se dieron que no brillaba lo que debía, por culpa del aguacero la noche anterior. Sin embargo, los cuadros con pinturas y poesías alusivas al gran día que gozaba ya la otrora Nueva España, quedaron intactos y lucieron mucho.
Cuentan que al final del camino, Iturbide –al fin y al cabo, jefe del ejército Trigarante– se bajó de su caballo para ser recibido por los regidores del Ayuntamiento que iban a entregarle las llaves de la ciudad. Entre aplausos, vítores, salvas de artillería y el repique de campanas de muchas de las iglesias cercanas –que algunos aseguraron, celebraban al unísono el triunfo de la libertad y el nacimiento de una nueva patria– Iturbide se dirigió a ellos. Sencillo, con traje de civil, botas, sombrero con tres plumas y una banda tricolor, irradiaba elegancia, tomó las llaves que le entregaban y tuvo el gesto de devolverlas al decano del Ayuntamiento diciendo las siguientes palabras: “Las llaves que lo son de las puertas que únicamente deben estar cerradas para la irreligión, la desunión y el despotismo, como abiertas a todo lo que puede hacer la felicidad común, las devuelvo a Vuestra Excelencia”.
Acto seguido, volvió a montar su caballo y, acompañado de los miembros del Ayuntamiento, los señores de los pueblos originarios de las parcialidades de Santiago y los viejos insurgentes de la Tropa de Vicente Guerrero, continuó su marcha al Palacio Virreinal. Allí fue recibido por Juan O’Donojú, último capitán general de Nueva España. Ambos salieron al balcón principal para ver el final del desfile y cómo se iban silenciando los vítores y aplausos de la multitud.
Un día feliz donde nadie se acordaba de que Agustín de Iturbide había sido un feroz y brutal enemigo de la causa insurgente, mucho menos que se convertiría en el primer emperador de México y apenas algunos años después, en uno los más ilustres y perseguidos traidores a la patria. (Sin siquiera –cual debe de ser– con el nombre de una calle para recordárnoslo.).
Aquel día 27, pura fiesta y alegría.