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Opinión

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Almanaque de una devoción

No todo el mundo tiene la suerte de encontrarse con Ramón López Velarde. Ni siquiera si son ávidos lectores, estudiaron literatura mexicana, sufrieron o gozaron de pasión intensa y nunca hallaron su poesía para explicarse. Puede pasar toda una vida, lector querido, y más vale ya no desperdiciar más tiempo. Hoy es el minuto preciso, ésta la semana, Porque el nacimiento del poeta tuvo cumplimiento ayer y solo faltan dos días para recordar su muerte.

Nacido el 15 de junio de 1888 en Jerez, Zacatecas, en el año más húmedo del que se tuviera memoria hasta esa fecha, según el Calendario del más antiguo Galván, Ramón López Velarde tuvo una infancia “toda olorosa a sacristía” como bien dice su biógrafo Guillermo Sheridan. A los doce años fue enviado al Seminario Conciliar de Zacatecas, después pasó al de Aguascalientes y finalmente, cuando renunció a la idea de ser sacerdote se inscribió en la Facultad de San Luis Potosí para estudiar jurisprudencia en 1908.

 Cuenta la leyenda que en esa ciudad conoció a Francisco I. Madero, estuvo de acuerdo con sus ideas revolucionarias y aprobó las declaraciones del Plan de San Luis, pero no se embarcó en la aventura revolucionaria. Concluyó sus estudios y se recibió de abogado en 1911, más su verdadera vocación no eran las leyes. Leyendo y escribiendo lo abarcaba y lo expresaba todo. 

Fue por ello, para probar suerte como escritor, que se trasladó definitivamente a la Ciudad de México en 1914. Ya había publicado crónicas, poemas, ensayos breves y periodismo político en varios diarios de provincia y colaborado en otros impresos del centro y el occidente. En la capital –como bien dijo José Luis Martínez–“cumplió el destino oscuro de los pretendientes sin títulos en la corte”: ocupó modestos puestos burocráticos, practicó la docencia, entabló amistades efusivas y rápidas y pasó por el mundo de la bohemia y el de periodistas.

No tardarían en aparecer los dos libros que publicó en vida: “La sangre devota” en 1916 y “Zozobra” en 1919. Su poesía, vista en un principio como recuperación de los temas de provincia, fue en realidad la invención de imágenes y figuras aparentemente bucólicas que nunca pretendieron ser tal cosa. López Velarde no  es ni poeta de provincia, ni artista “campirano”, como dijo Alfonso Reyes, más bien un escritor que con una suerte de desplazamiento espiritual y literario, lograba  adjetivaciones tan esplendorosas como precisas (ya lo dice Fernando Fernández en su estupendo libro “La majestad de lo mínimo”) y logró una voz propia y purísima.

Muchos afirman que el amor era su tema. Tal vez porque en ambos títulos aparecían distintas figuras femeninas. En “La sangre devota”, Fuensanta, su amada de juventud, protagonista de muchos poemas y en “Zozobra” una multitud de incógnitas mujeres como pretexto para emprender reflexiones profundas, pensamientos amorosos y carnales. Dos tipos de amor, dijeron algunos, un par de estilos distintos de versificación, afirmaron otros. Puede que efectivamente el amor tejiera la trama, pero la pasión –como todo lo que se padece– parecía el espíritu que animaba todas las composiciones salidas de su pluma.

No hace falta decir que cada vez menos personas se aprenden alguno de sus versos de memoria pero hoy, a los 136 años de su nacimiento, sus letras siguen vigentes y queremos pensar que todavía provocan que algunos maestros aún les dicen a sus alumnos, cuando les quieren presentar al poeta jerezano, que López Velarde es la figura que inaugura la poesía moderna, no sólo en México, sino –por lo menos– en todos los países de habla hispana.

Ramón López Velarde murió muy joven. Fue en la madrugada del 19 de junio de 1921, cerca del aniversario de la consumación de la Independencia y finalizando su poema La Suave Patria. “Lo mataron, dice José Luis Martínez, dos de esas fuerzas malignas de las ciudades que tanto temiera: el vaticinio de una gitana que le anunció la muerte por asfixia y un paseo nocturno, después del teatro y la cena, en el que pretendió oponerse al frío del valle sin abrigo, porque quería seguir hablando de Montaigne".

Declarado “poeta nacional”, tras su muerte fueron apareciendo otras obras, que en algunos casos habían sido preparadas por él mismo, y otras que rescataron de periódicos y revistas. Se editó un tercer volumen de su producción poética, “El son del corazón”; y tres más que reunieron su obra en prosa: “El minutero”, “El don de febrero” y “Prosas dispersas”, todas ellas construyendo el almanaque de una devoción por el poeta.

Octavio Paz, para su memoria, escribió: “Todo lenguaje, si se extrema como extremó el suyo López Velarde, termina por ser una conciencia. Y allí donde comienza la conciencia del lenguaje, la desconfianza frente al lenguaje heredado principia la creación de uno nuevo. Principia la poesía.”

¿La patria?  López Velarde la poetizó como nadie. Afirmando que todos “quieren morir en su ánima y estilo” o gozando la feliz tranquilidad de leer lo que el poeta dijo con una épica sordina: que la patria es impecable y diamantina.

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