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Opinión

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Ya la muerte está de fiesta

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Foto EE: Especial

A cada muerto un altar y a cada dolor, un gozo. Por tanto, encierro mil horas y muchos días de regalo: la muerte ya está de fiesta y seguiremos celebrando. Empezamos hace días —con desfile, concierto, autos locos compitiendo, globos monumentales cruzando el cielo—, pero todavía nos falta. El Día de Muertos no llega todavía y no puede ser excusa o pretexto para matar la fiesta o morirse de lo mismo.

Los orígenes de tan actual y protagónica fiesta con su distintiva mecánica de flores, huesos, pluma y mortaja vienen de la combinación entre los ritos religiosos católicos traídos por los españoles y las ceremonias que, desde los tiempos prehispánicos, los antiguos mexicas, mixtecas, texcocanos, zapotecas, tlaxcaltecas, totonacas y demás pueblos originarios, realizaban para venerar a sus muertos. Al pasar de los años, el calendario cristiano coincidió con el final del ciclo agrícola del maíz en Mesoamérica y las fechas y costumbres, en perfecta armonía, se distinguieron y se emparejaron.

Los altares, parte esencial de la fiesta mexicana, se convirtieron en obsequios del anfitrión, ofrendas a la memoria de los muertos, para su breve visita de regreso y el lugar para recibirlos un altar con los cuatro elementos. La Tierra, representada por las frutas, para alimentar a las ánimas en su viaje de ida y vuelta; el papel picado, que representa al Viento, frágil y que se mueve como los espíritus; el Agua, para calmar la sed de nuestros invitados tras el largo camino y el Fuego, que sobre una vela simboliza cada alma que se recuerda, junto con otras más, por si existe alguna que hayamos olvidado. Anfitriones perfectos de la fiesta cuando consideramos hasta los mínimos detalles: la sal que purifica, el copal para que las ánimas perdidas se guíen por el olfato y la flor de cempasúchil que, colocada de la puerta de la casa hasta la ofrenda, indica con vivísimos colores, por dónde se sale y entra.

Para morir no hace falta nada y para la fiesta mucho. Existe fecha y hora señalada: la ceremonia de los Fieles Difuntos, la de Todos los Santos, se celebran el día 1 y 2 de noviembre. Nada tiene que ver con brujas en escoba, fantasmas disfrazados ni con ir a pedir el “jalogüin”. La tradición indica colocar la ofrenda el 31 de octubre, y retirarla hasta el 3 de noviembre, pero todo puede variar: desde cambiar la calavera por una enorme calabaza anaranjada, hasta creer que los espíritus que pululan se parecen más a Freddy Krueger que a la Llorona, o haber tomado la decisión de pasar la noche entera pidiendo caramelos o tomando tequila de la pura emoción.

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Intolerantes e inclusivos hasta el fin, como es la Muerte misma, piense que hay fiestas y rituales para toda ánima ausente, sin importar si se trata de niños, adultos, héroes, villanos o mascotas.

Podemos darnos vuelo con las fotografías, poner las canciones favoritas de los que se nos han ido o reconocer que la Muerte, además de permiso, tiene curiosas formas de llevarse a los vivos. Algunas veces se lleva a los que duermen, otras camina junto a algunos un buen rato y de pronto llega sin que nadie la note. Se sabe que ha acabado a balazos con quien juega a las balas, tejiendo e igualando destinos, ha compuesto los tiempos de la Historia. (Piense por ejemplo, lector querido, en Venustiano Carranza dentro de su tren, Emiliano Zapata cruelmente emboscado, Francisco Villa asesinado en su coche último modelo, Obregón pidiendo su tercer plato de cabrito o Francisco I. Madero, contra la pared. Todas víctimas de la pólvora y retirados por la Muerte entre sangre y lumbre).

Nos la podemos pasar preguntándonos que si lo normal es morir de algo normal, ¿qué será lo normal ante a la huesuda?

O de plano hacer una fiesta propia leyendo a algún clásico literato mexicano y celebrar citando a Fernando Benítez cuando dijo que desde los salvajes hasta los más civilizados, todos los pueblos han dividido sus ceremonias públicas en dos categorías: los regocijos y las pompas fúnebres y escribe. “Así ha sido desde la más remota antigüedad porque esas son las dos fases de la vida humana: se goza y se padece alternativamente; se ríe y se llora, se nace y se muere. Por estos dos caminos hemos llegado a dividirnos los humanos en muertos y dolientes, y a habitar en dos ciudades: en las ciudades silenciosas que se llaman cementerios o en las ciudades alegres donde lloran y ríen los que sobreviven. Apenas hay horas más negras en nuestra vida que aquellas en que hemos llorado a un ser querido y apenas una idea más pavorosa que la de nuestro fin irremediable. Ante el gran misterio de la muerte se anonada la razón humana. Estaba reservado a México el convertir la pompa fúnebre en regocijo”.

La suerte está echada y el camino abierto. El buen muerto y el mal muerto están aquí y nada, en realidad, sabemos de la otra vida. La ausencia y el olvido matan y nos toca quedarnos a la fiesta.

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