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Arte e Ideas

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El duque y sus afectos

Manuel Gutiérrez Nájera, acompañado de sus más de 20 seudónimos, fue uno de los grandes cronistas capitalinos del siglo XX.

¿Sobre qué puedo escribir? se preguntaba, ya escribiendo y con pluma en mano, el Duque de Job. Y esa frase fue su título. Corría el año de 1882, el verano había terminado y la Ciudad de México lucía espléndida y cosmopolita. Pero no se podía salir a pasear. Había que entregar el artículo semanal y la empresa le parecía grandiosa de tan obligatoria. El Duque, que a veces se firmaba Recamier, otras, Puck, y algunas veces M. Can Can, tenía más de 20 seudónimos y muchas firmas más, pero su verdadero nombre era Manuel Gutiérrez Nájera.

Periodista, poeta, crítico teatral, narrador y cronista, nació en 1859 en la Ciudad de México y publicó su primer artículo a los 16 años en el diario El Porvenir. Y emprendió, sin pausa y sin descanso, un recorrido más largo que el que iba desde las puertas de la Sorpresa hasta la esquina del Jockey Club. Un camino de escritura constante, abundante y sostenida: fue colaborador en más de 40 periódicos, tuvo variedad de columnas. Las más conocidas fueron Las crónicas de colores que en su título siempre tenían un color diferente y se publicaban en La Libertad, La vida en México y El Nacional y la llamada El plato del día en El Universal, un manjar por escrito al que pocos estaban dispuestos a renunciar. Sus crónicas divertían, sorprendían y eran espejismo o espejo de los lectores y al público le encantaban sus reflejos.

A lo largo de su carrera, Gutiérrez Nájera se enfrentó a duras polémicas, pero tanta diatriba y sus muchos nombres para un mismo autor le perfilaron una personalidad y un estilo propio. Y aunque algunas molestias derivaron en dureza, resultaron en un excelente juego de mercadotecnia que elevaba las ventas de los distintos periódicos en los que colaboraba. Esta práctica mostró no sólo su genio creador de poeta-periodista, sino también su versatilidad. (Dice la Enciclopedia de la Literatura Mexicana que en 1964 se calculaba una cifra de 1,500 colaboraciones de su autoría y hoy existen 2,026 registros en 37 publicaciones periódicas.)

Sin embargo y porque ya sabemos que no hay que confundir lo grandioso con lo grandote , la cantidad no importa, sino la manera en que regaló, a base de palabras, su amoroso y más constante tema.

Afirma Vicente Quirarte en su libro Elogio de la calle: En todos los géneros cultivados por Gutiérrez Nájera se halla presente la Ciudad de México. El poeta la huele, la gusta, la siente y la traduce. Una ciudad no comienza y termina en la calle, sino que está constituida por sus recintos políticos, sus teatros, sus usos cotidianos y el comportamiento de sus habitantes. Si la lección para percibir la ciudad del siglo XIX había comenzado con Lizardi, ¿cómo hablar de la ciudad que abandonaba el siglo? Justo como lo hizo Gutiérrez Nájera cuando escribió que la modernidad había propiciado el aguzamiento de los sentidos, y agregó: Nuestras costumbres son más complicadas. Nos ha salido el sexto, el séptimo, el octavo sentido, y el cielo sabe cuántos más tenemos, hoy hay refinamientos que no es posible retratar, por lo tornadizos y efímeros que son .

En 1884 Manuel Gutiérrez Nájera dio a conocer La duquesa Job, uno de sus textos más característicos y evidenció que México se había adherido al movimiento modernista, sino que su seudónimo tenía novia y razón. Se?inauguraba otro estilo de crónica y de halagar con el mismo encanto a ciudades y mujeres.

Pongo un fragmento:

En dulce charla de sobremesa,

mientras devoro fresa tras fresa,

y abajo ronca tu perro Bob,

te haré el retrato de la duquesa

que adora a veces al duque Job.

No es la condesa de Villasana

caricatura, ni la poblana

de enagua roja, que Prieto amó;

no es la criadita de pies nudosos,

ni la que sueña con los gomosos

y con los gallos de Micoló.

Mi duquesita, la que me adora,

no tiene humos de gran señora:

es la griseta de Paul de Kock.

No baila Boston, y desconoce

de las carreras el alto goce

y los placeres del five o’clock.

Pero ni el sueño de algún poeta,

ni los querubes que vio Jacob,

fueron tan bellos cual la coqueta

de ojitos verdes, rubia griseta,

que adora a veces el duque Job.

Si pisa alfombras, no es en su casa;

si por Plateros alegre pasa

y la saluda madam Marnat,

no es, sin disputa, porque la vista,

sí porque a casa de otra modista

desde temprano rápida va.

Desde las puertas de la Sorpresa

hasta la esquina del Jockey Club,

no hay española, yanqui o francesa,

ni más bonita ni más traviesa

que la duquesa del duque Job.

Conocida, famosa y divertida, La duquesa de Job es una crónica y un retrato poético de la musa que pasa , figura tratada de manera original en la literatura mexicana a pesar de las grisetas y las modistillas extranjeras que marcó otros hitos en la creación poética: la aparición de la Ciudad de México como un personaje muy bien delimitado en cinco cuadras y la presencia de una mujer distinta, que muy bien pudo haber surgido de la China Poblana de Guillermo Prieto o de Cecilia, la frutera de Payno en Los Bandidos de Río Frío, pero que era totalmente diferente. Sin el ideal romántico y desdibujado en la niebla de la sensibilidad. Esta duquesa era de otra clase. Ya no es una muchacha que no se oye y no habla y se queda en su casa. Es una mujer garbosa y trabajadora que recorre las calles sin tomarse del brazo de nadie. La protagonista de un poema de actualidad y circunstancia y la protagonista de un poema de amor que no es trágico ni desdichado. No tiene miedo del presente y es optimista. Algo nunca antes visto en nuestras letras si es que de amor estábamos escribiendo o de mujeres independientes estábamos hablando.

Con el modernismo del Duque de Job, cerrando el siglo XIX, supimos que las guerras y batallas anteriores habían servido para conseguir el heroísmo del pensamiento, el sentimiento y la expresión. (Y que Manuel Gutiérrez Nájera siempre supo todo sobre qué escribir).

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