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Opinión

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Mayo y todos sus imperios

Madre campesina, 1924, David Alfaro Siqueiros. Foto EE: Cortesía / Acervo del MAM.

No es lo mismo un mexicano que un mexica, ni un emperador que un empresario. Todos, mexicanos somos. Algunos, mexicas fuimos; emprender, todos queremos, pero para emperadores, nos hacen falta imperios.

Los tuvimos. Hoy –afortunadamente– miramos a los ajenos y no celebramos la existencia de ninguno propio. Y si acaso alguna vez, lector querido, lo ataca la nostalgia monárquica, nos bastaría con revisar noticias, volver a leer un cuento, mirar una película, acumular imperios en cualquier videojuego o leer un buen libro de Historia. Porque nosotros también –como el Reino Unido– tuvimos emperadores de rancio y largo abolengo, llenos de oropeladas costumbres e inamovible protocolo. 

Nuestros primeros emperadores registrados provinieron de los aztecas o mexicas. Ejercían todo el poder y sus palabras fueron ley inamovible desde Acamapichtli hasta Cuauhtémoc. Después – una vez vencidos por los conquistadores que venían de otra tierra, por las elecciones, revoluciones, partidos políticos y leyes constitucionales–, aparecieron dos imperios mexicanos. El primero, comandado por Agustín de Iturbide, y el segundo, por Maximiliano de Habsburgo. Ambos, lo sabe usted muy bien, malogrados y coronados de desgracia.

Adecuado, proponer otros imperios para celebrar esta segunda semana de mayo. Alternativa: si Miguel Hidalgo estuviera vivo, por ejemplo, hoy cumpliría 270 años y no hay mejor imperio a conquistar que la propia independencia. Decirle, lector querido, que todavía hay tiempo de preparar la celebración del Día de la Madre y olvidarse de las conmemoraciones de ultramar y en otro idioma. Festejar aquí y ahora por todo lo alto –tengamos madre o no– pues estuvimos encerrados, asustados y a una insana distancia mucho tiempo.

Considerar, también, algunos datos sobre la fecha. Contrariamente a lo que usted pudiera pensar, esta celebración no fue inventada en México sino en Estados Unidos, concretamente en Filadelfia, en el año de 1907. La autora de tan extraña idea fue la señora Ana Jarvin de quien no se sabe mucho, pero de la que se especula fue una madre que se sentía agraviada por el hecho de que tener hijos fuera la razón más importante que pudiera tener una mujer para estar en el mundo. Ana, organizada y para no perderse en inútiles detalles, solamente especificó que el día para celebrar a las madres debía ser el segundo domingo de mayo y nosotros, mexicanos, pertenecientes a un pueblo que no gusta de las ambigüedades, decidimos señalar el día exacto.

Cuenta la leyenda del sustento histórico que fue un obrero del periódico “Excélsior” el que el 10 de mayo de 1922 convenció a su jefe, Rafael Alducín, de que 10 era el número perfecto, tan parecido a la calificación que todos queríamos que nuestras mamás vieran siempre en nuestras boletas de calificaciones.

El director del diario, aprovechando nuestra más grande debilidad, le dio difusión nacional a la idea y seis años después ya todos estábamos reservando lugares para llevar a comer a nuestra progenitora,  metidos en una tienda de regalos, acabando con todas las rosas rojas de la ciudad, lavándonos la culpa, sintiéndonos los únicos, construyendo nuevos paraísos de la infancia, quedando bien sin mirar a quién, parándonos derechos  y emborrachándonos del puro gusto de que nadie nos pudiera hablar mal de nuestra madre.

 Y sí, lector querido, sus sospechas son la pura verdad: fue también un 10 de mayo, pero de 1949, el día en que se inauguró uno de los monumentos más impresionantes, tanto de la ideología nacional como de la arquitectura de la Ciudad de México: el Monumento a la Madre. Un monumento, ofrenda de concreto, localizado dentro del Jardín del Arte en la plaza que lleva su nombre, limitada por la avenida Insurgentes Norte al oriente, la calle de Sullivan al norte y la de Villalongín al sur, que representa profundo simbolismo y pretexto para pasear. La primera piedra fue colocada por el general Manuel Ávila Camacho, otro 10 de mayo, pero de 1944, y la inauguración cinco años exactos después, siendo el encargado de cortar el listón el presidente Miguel Alemán. La oportunidad, cuentan las crónicas periodísticas, fue aprovechada por la Primera Dama de entonces para entregar 30 casas a igual número de madres que la prensa calificó de “proletarias”. Las características de tan edípico estandarte fueron reseñadas por José de Jesús Velázquez Sánchez que lo describió así:

“El Monumento a la Madre descansa sobre un zócalo de cantera, destacando en el centro del muro semicircular, la torre de piedra, delante de la cual se levanta una enorme escultura que simboliza la abnegación y fortaleza de la madre mexicana”. 

Lo que el cronista olvida es un detalle del monumento materno: que en el pedestal hay una placa de bronce con una inscripción que dice: “A la que nos amó antes de conocernos”. 

Tal vez porque le hubiera gustado más un mensaje que no fuera tan edulcorado y dijera otra cosa. Algo como “Madre sólo hay una… por fortuna” … o, mejor, “Madre sólo hay una y es la mía”.

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