Lectura 5:00 min
Javier Valdez, un corresponsal de guerra en su propia tierra
La memoria de Javier Valdez Cárdenas está hoy más presente que nunca y su ausencia sigue calando muy hondo. Su pluma y su voz nos siguen faltando. Este 15 de mayo de 2024 se cumplen siete años de su asesinato. De no ser por la bala homicida, Javier hubiera celebrado con nosotros hace dos años el número 1000 de Ríodoce, el semanario que fundó y por el -literalmente- que dio la vida.
Su recuerdo nos alerta de nuevo sobre la fragilidad del periodismo que no se vende y no se calla. Nos hace voltear la mirada hacia esos años que siguieron a 2017, hasta el presente, y constatar que, en el farragoso túnel de los 2,503 días de impunidad, al cierre de este texto, no alumbra la justicia.
Javier era un rara avis del periodismo, no sólo por su valentía de reportear y escribir lo que pocos se han atrevido, sin concesiones ni cortapisas, sino por esa fascinación suya por la pregunta constante, por esa curiosidad sin límite y una actitud siempre autocrítica del propio oficio, que lo convertían en un detective de bajos fondos ante la sordidez del entorno, pero también frente a la compleja condición humana.
Nos conocimos en 1995, en un aula de la Universidad Autónoma de Sinaloa, ambos como estudiantes de la primera generación de la Especialidad en Estudios Electorales. De cierto modo fuimos, en aquellos años, como se decía antiguamente, “compañeros de galeras” en el periódico Noroeste. Lejos estaba aún la osadía de Ríodoce.
Era el preguntón de la clase, el que no se conformaba con cualquier respuesta, inquiría, disentía e invitaba a continuar las discusiones más allá de los espacios formales, en un café o en una cantina, daba igual, siempre con una pregunta afilada. Uno a veces se inhibía porque, aun entre amigos y colegas, te daba la sensación de que siempre te estaba reporteando.
Desde entonces, le eran ya inocultables dos pasiones: el periodismo y la literatura. Ávido lector tanto de autores clásicos como de contemporáneos, lo que le permitió incursionar en esa vereda del periodismo narrativo en la que muy pocos colegas transitan con éxito.
Ese talento lo llevó a plasmar jirones de realidad en sus historias de ficción. Así nacieron, primero “Malayerba”, el compendio de crónicas que generosamente me envió en un CD, que aún conservo, para conocer mi opinión, y luego “Miss Narco”, “Levantones”, “Los morros del narco”…, todos con el denominador común de contar cómo permean la subcultura y las estructuras del narcotráfico la vida cotidiana, y cómo impactan y se cobran la vida de los eslabones más frágiles de la cadena.
Cuando leí las primeras Malayerbas quedé impactado por ese lenguaje inédito en el periodismo de esos años, el uso de la jerga sinaloense, ya de por sí florida y agreste, el registro del habla popular, y la capacidad de crear escenarios ficticios a partir de una realidad abrumadora. El asomo de la descomposición social que hoy vivimos estaba revelado con mucho tino en esos textos.
En esas crónicas callejeras, Javier ensayó y se decantó por el journalismenoir, una ficción literaria más cercana a la vida real que a la invención. Propuso un género híbrido que mostraba las estructuras de la maldad y sus mecanismos, protegiendo la identidad de las víctimas, al tiempo que plasmaba el horror y la sevicia, sin olvidar las encrucijadas de las almas transidas por la tragedia del narcotráfico.
Esa fue su lucha durante más de quince años, mostrar con terquedad que los llamados “daños colaterales” no eran peccata minuta, que las víctimas de esa guerra cruenta no merecían ser sólo un número estadístico ni el soslayo de quienes se coludían en la sombra para mantener el narcogobierno.
Desde su trinchera reveló las historias de viudas, hijos huérfanos, madres y hermanas de desaparecidos, mujeres obligadas a la prostitución, jóvenes arrojados de las aulas hacia el narcomenudeo o el sicariato, mientras una sociedad agazapada en sus inercias miraba a contraesquina de la barbarie, esquivando el terreno minado.
Para decirlo en palabras de Marcela Turati, Javier Valdez fue “un corresponsal de guerra en su propia tierra”. No tuvo que salir del país para cubrirla porque la tuvo en casa, y las balas que segaron su vida lo alcanzaron en su propio campo de batalla.
La tinta de su último libro, “Narcoperiodismo”, aún enloquecía el olfato cuando lo mataron. Javier tenía claro que los periodistas que ejercen desde las entrañas del monstruo tenían que cuestionarse, poner a prueba el oficio como episteme, y preguntarse si había motivos éticos para autocensurarse o, en el extremo opuesto, traicionar la verdad en aras del reflector o del beneficio propio.
Por desgracia, la pregunta que vertebra esa obra periodística: ¿Quién ordena la ejecución del autor de una nota que nunca debió publicarse?, expuesta con claridad por sus colegas de Ríodoce, sigue hoy latente y actuante en muchas regiones de México ante la creciente ejecución de periodistas y la ominosa inacción del Estado.
Javier Valdez ya no está con nosotros, pero el Leviatán que trazó con honestidad y maestría todavía sigue aquí. La bestia sigue allí, engullendo a quien se interponga a su paso y se niegue a su expansión, secuestrando conciencias y arrastrando al infortunio o a la muerte a miles de inocentes.
¿Quién ordena la ejecución del autor de una nota que nunca debió publicarse?, nosotros seguimos preguntando y esperando una respuesta.