Lectura 5:00 min
De cómo lo sagrado también se corrompe
La premiada cinta de Cristina Gallego y Ciro Guerra, prefinalista al Oscar, se encuentra en cartelera
Foto: Especial
Hay distintas lecturas en Pájaros de verano. La cinta colombiana dirigida por Cristina Gallego y Ciro Guerra (hacedores de la también laureada El abrazo de la serpiente), ganadora de la edición 2018 de los Premios Fénix como Largometraje de Ficción y seleccionada para la shortlist que es la antesala de la nominación al Oscar por Mejor Película de Habla No Inglesa, podría leerse someramente como una historia gansteril de la Colombia antes de la conformación de los grandes cárteles de la droga si no fuera por su riqueza de trasfondos ancestrales, de poesía visual y de precisión antropológica que pueden deshebrarse para su apreciación individual.
Es una historia ficcionada, según se dice al inicio, basada en hechos reales situados entre el final de los años sesenta y el inicio de los ochenta, dotada de simbologías y cosmogonías que transitan sobre las tradiciones, el honor, la lealtad, la familia y luego sobre el descontrol, la descomposición y finalmente la ruina de dos clanes de la cultura wayúu, un pueblo ancestral de la región desértica de La Guajira, al norte del país sudamericano, durante la llamada bonanza marimbera o la proliferación de la riqueza en la región por la exportación ilícita de mariguana y, con ella, la excentricidad, el derroche y la venganza capaces de desbaratar hasta el más sagrado de los códigos.
Pájaros de verano cuenta una historia que parecen muchas puesto que cada uno de los personajes que se planta frente a la cámara es escrutado en sus motivaciones, en sus pensamientos y su progresiva transformación a lo largo de los cinco cantos que la fraccionan: Hierba salvaje (1968), Las tumbas (1971), La bonanza (1979), La guerra (1980) y El limbo (s/f).
Matar de frente
Rapayet es sobrino de Peregrino, uno de los palabreros o mediadores de conflictos más respetados de la región, quien aconseja a su sobrino para ofrecer una dote digna para la familia de Zaida, una joven que ha terminado un año de encierro ritual de la pubertad para presentarse como una mujer lista para desposarse. Y Rapayet, afanado con lograr el consentimiento de la matriarca de la familia, Úrsula, se involucra junto con su mejor amigo Moisés, un alijuna (como se le llama a los no pertenecientes de la comunidad wayúu) en el negocio de la venta de mariguana a un grupo de norteamericanos.
Muy a pesar de las advertencias de los wayúu para Rapayet de no perder los valores de la cultura al permanecer demasiado tiempo con los alijuna, el ahora esposo de Úrsula y Moisés se asocian con su tío Aníbal, un campesino dueño de varios sembradíos de hierba en la sierra, en un negocio que genera dividendos que paulatinamente van modificando la vida de cada uno de los personajes de camino a lo fastuoso, a la posesión de armas y al distanciamiento de los preceptos de su cultura.
Úrsula, además de ser la mujer de potestad en el clan, es la intérprete de los mensajes de la naturaleza y de los sueños, los cuales le advierten sobre las calamidades que se avecinan, y advierte a Zaida y Rapayet sobre los designios, pero irremediablemente es remolcada por el efecto avasallador del dinero, mientras ve crecer a sus dos hijos, Zaida y el menor Leónidas, contagiados, una por una sutil vanidad, el otro por la arrogancia del poder desmerecido.
Aníbal, un hombre de nobleza y moral, se ve rebasado por el pensamiento rabioso de justicia, la venganza de frente, ante la pérdida del honor y de la vida, uno por uno, de los miembros de su familia más cercana a manos de esa otra parte de la familia con la que ha hecho negocios y cae por una espiral sin retorno que finalmente lo dejará sin nada, sin nadie.
Y Peregrino, el portador de la palabra, intermediario de los conflictos, el aparentemente intocable heredero de la ley más sagrada de los wayúu, también será despojado de su intangibilidad y con él se perderá lo último sagrado que quedaba de esa familia cuyo destino mortal se les irá adelantando por la ponzoña de la vendetta.
Y el desierto, como el personaje silencioso, un lienzo para las historias más inverosímiles, con sus aves de agüeros, con sus escenas oníricas, con sus plagas y el color de la sangre que se traga la tierra de esos que la habitan y que finalmente no son tan malos ni tan benevolentes.
Conforme la historia se va desenvolviendo, la simbología y las referencias de los arraigos tradicionales de la cultura wayúu se muestran sin condescendencia para el espectador y simplemente suceden como apuntalando la narración: los rituales de la maduración, los funerales, los clanes, los augurios, la defensa del honor.
Pájaros de verano, con un trabajo fotográfico congruente con esta historia de sueño y sangre, rebosa en escenas que provocan la perplejidad y es difícil de olvidar.
La cinta permanece esta semana en cartelera, en diversas salas de arte de los grandes exhibidores y en la Cineteca Nacional.