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Las muertes maternas no caben en una efeméride

Rafael Lozano
Cada año, en el calendario de México, el 10 de mayo (caiga el día de la semana que caiga) se ilumina con flores, mañanitas, canciones muy sentidas y homenajes. Se celebra a las madres con gratitud, idealización y comilonas familiares. Pero entre los discursos festivos, aparece de forma casi ritual una o varias notas periodísticas que recuerdan que aún hay mujeres que mueren por causas relacionadas con el embarazo, el parto o el puerperio. Como si el drama de la muerte materna fuera una estampa más del Día de las Madres. Como si bastara con recordarlo una vez al año para saldar la deuda. Como si esa fuera la única causa de muerte de las madres.
Considero que esa costumbre de hablar de muertes maternas cada 10 de mayo puede resultar inconveniente para muchas familias. Convierte una injusticia estructural en un gesto efímero, ya que trae a la palestra una tragedia que exige reflexión sostenida. Aunque estoy de acuerdo con Nancy Scheper-Hughes: “recordar es una forma de justicia”, pues evocar la tragedia, sirve de recordatorio histórico, y también como una forma de reparación y resistencia contra la repetición de esos actos en el futuro. Desapruebo que la remembranza de las muertes maternas sea justo el día del ritual a la madre.
Una vez pasado ese simbólico día, podemos hablar abiertamente de las mujeres que no mueren por ser madres, sino por la falta de acceso a atención oportuna y de calidad. Mueren por la precariedad de los servicios (públicos y privados), por decisiones clínicas tardías o erradas. Y, a menudo, porque su sufrimiento ocurre lejos de la mirada pública, en comunidades rurales, en hospitales saturados, en trayectos imposibles. ¿Cuántas mujeres con trabajo de parto avanzado han sido referidas a otro hospital porque al que acudieron carece de unidad de cuidados intensivos neonatales? El problema es que “el filtro” lo hace personal no médico a la entrada de la instalación, sin ninguna valoración y sin considerar que muchas de ellas no acuden en ambulancia, sino en transporte público y, en el mejor de los casos, en vehículo privado. Ese tiempo valioso de la emergencia obstétrica se utiliza para ir de un lugar a otro, sin ni siquiera haber entrado en las instalaciones del sistema de salud.
Reducir ese fenómeno a una efeméride —aunque sea bien intencionado— es minimizar su complejidad. Las muertes maternas deben interesarnos todos los días. Más allá de la cifra anual que da sentido a un indicador de gobernanza de talla internacional, debe considerarse como síntoma persistente de un modelo que sigue fallando a quienes dan vida.
Ahora sí, hablemos de muertes evitables. De mujeres jóvenes, muchas veces sanas, que no deberían haber muerto. Y que pierden su vida por una complicación médica y por una complicidad estructural. En la actualidad, las causas denominadas “obstétricas” (hemorragia, preeclampsia, infecciones puerperales y abortos) acusan una disminución importante. Pero no es el caso de las muertes maternas indirectas (debidas a una infección contraída en el embarazo, hepatitis, influenza, COVID o a una enfermedad crónica no transmisible preexistente, como la diabetes, la hipertensión arterial o una anomalía congénita)las cuales están aumentando. En 2000 concentraban 13% del total y en 2023 representan 48% (INEGI).
Una muerte: entre el número y el duelo
En 2023 se registra oficialmente en México la razón de mortalidad materna (RMM) de 32 por cada 100,000 nacidos vivos (INEGI). Para la autoridad sanitaria puede ser un número razonable, pues ha bajado respecto al año anterior 14% y presenta una tendencia descendente. Después de un incremento de 60% de las muertes maternas por el COVID-19, la RMM regresa a su nivel habitual. Mención aparte requiere la exclusión de las denominadas muertes maternas tardías (las muertes por complicaciones obstétricas directas o indirectas que suceden despues de 42 días, pero antes de un año del parto) y por secuelas (las obstétricas directas o indirectas que ocurren despues de un año de finalizado el embarazo), que suman 168 en 2023 y que, si se contaran, elevarían la Razón de Muertes debidas al embarazo 28% del valor calculado para la RMM. La convención internacional y la Clasificación Internacional de Enfermedades en su 10ª revisión dicen que no cuentan para el indicador de muertes maternas y no hay forma de incluirlas, ¿para qué poner más (aunque este relacionadas con el embarazo, si se trata de bajarlas?
Pero ¿qué ocurre fuera de las estadísticas oficiales? Imaginemos que una mujer muere durante el parto. Tenía 28 años, vivía en una zona marginada de la ciudad. Tenía dos hijos más y un embarazo no planeado. Llegó al hospital después de esperar un taxi que nunca llegó. Venía pálida, con trabajo de parto, estaba sangrado, ya se había roto la fuente. Era un embarazo de 36 semanas, ella estaba hipotensa y se apreciaban los labios secos; la hemorragia fue rápida. La unidad no tenía suficiente sangre disponible. Tampoco anestesista disponible para una cirugía de emergencia. Murió en sala de expulsión y también ahí falleció el bebé que no fue posible resucitar. El dato dirá “hemorragia postparto”, CIE10 O72 y “asfixia con sufrimiento respiratorio al nacer” CIE10 P21 para el bebé. Pero su hija mayor, de seis años, no entiende de códigos. Solo sabe que mamá ya no está y que perdió a un hermanito.
La estadística en primera persona, la que habla en nombre del Estado, cuenta muertes. Las clasifica, las compara, las proyecta. Según INEGI murieron 774 mujeres en 2023 por causas relacionadas con el embarazo. Lo que equivale a 2 al día. La mayoría eran jóvenes (51% menores de 30 años); muchas eran indígenas (18.5%). Según OMS, CDC, OECD y SSA entre 80 y 85% son evitables. La estadística es necesaria. Sin ella no habría política pública, ni presupuesto. Pero también es insuficiente. No cuenta lo que deja la muerte. No mide el silencio. No escucha al que queda.
Lo que queda es la experiencia en tercera persona: la de la familia, la comunidad, la niña que ahora cuida a su hermano. Lo que deja una muerte materna no se termina con el entierro. Es una orfandad parcial o total, una abuela que vuelve a ser madre a los 78 años, un padre que abandona o se rompe por la falta de esposa, un sistema de cuidados que se colapsa. Es el duelo, pero también la reorganización familiar. ¿Quién se encarga ahora de lo que ella hacía? ¿Quién la nombra?
En la historia, la orfandad materna fue una categoría reconocida. J.J. Rousseau perdió a su madre al nacer. Charles Dickens publicó en 1938 Oliver Twist sobre huérfanos, con una mirada muy crítica a la Inglaterra Victoriana. En América Latina, los censos coloniales y republicanos anotaban “niño de madre muerta”, “expósito”, “niño albergado”, pues la fuente era el acta de bautizo. Había una conciencia— a veces brutal, a veces protectora— de que la muerte materna no era solo una muerte, sino una fractura del tejido social. Hoy, en cambio, el lenguaje estadístico tiende a invisibilizar esas consecuencias. No sabemos cuántos niños quedan huérfanos por muerte materna en México cada año. No lo preguntamos. No lo registramos. No lo debatimos.
Necesitamos ambos lenguajes.
Es importante contar con la estadística que advierte, que denuncia, que orienta recursos; pero también con la narración que humaniza, que visibiliza, que pretende reparar. Requerimos de un puente entre ellos: una forma de hablar de la muerte materna que no quede atrapada entre el conteo y el olvido. Porque cada número tiene un nombre. Cada nombre, una historia. Y cada historia, una herida que no cierra solo con actualizar la tabla de cifras o el reporte estadístico oficial.
Por eso, escribir sobre muertes maternas el Día de las Madres no basta. De hecho, a veces hasta estorba. Porque el homenaje no puede sustituir a la exigencia. Porque no se honra a una madre muerta con flores, sino con garantías de que ninguna otra mujer pase por lo mismo. Las muertes maternas no caben en una efeméride. Requieren memoria, sí, pero sobre todo vigilancia, inversión, compromiso. Lo demás termina siendo una simulación.
*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington. Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.
rlozano@facmed.unam.mx; rlozano@uw.edu; @DrRafaelLozano

