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¿Por qué esos muchachos no tienen novia? Sobre Adolescence, los incels y el arte del fascismo
Adolescence pone el dedo en la arteria del neofascismo que representan los incels y su discurso.

Opinión
Es divertido regresar a las páginas de El Economista. Soy Concepción Moreno, una persona que, digamos, charla. El Garage Picasso es donde se guardan ideas dos-tres comentables. Escuchamos y juzgamos, total que de eso se trata internet. Abramos de nuevo el Garage, pues.
El tiempo de relevancia digital corre más rápido que el agua que cae de las montañas ancestrales. Así como los manantiales parecen no tener freno ni fin, en nuestra era bárbara la cultura se agota y fatiga por el hambre de un espectador ansioso de convertirse en estrella, periodista, crítico y asesino cultural.
Pasa la vida como las series de Netflix. Una semana son lo más comentado y luego olvidadas. No importa que tan impactantes sean, caen en el pronto olvido. Hoy quiero rescatar Adolescence de esa vorágine, porque Adolescence importa: su tema es uno de los rasgos más urgentes del aire de los tiempos.
No sé si ya aventar el spoilerazo nuestro de cada día… Digamos que vayan ustedes a verla—son cuatro capítulos, no manchen, como dicen los poetas—y pueden entrar a lincharme en redes si no coinciden conmigo.
Adolescence sigue un crimen, el homicidio de Katie, una niña de 13 años a manos de un compañero de clases. Se diría que el asunto importante es seguir el impacto de ese feminicidio, la víctima como centro de la historia. Pero la serie tiene un giro controversial: sigue al perpetrador, Jamie, un chamaco de primero de secundaria. Los trece años son truculentos: por dentro ya bulles, por fuera te ves como si estuvieras esperando a que tu mamá te limpie los mocos. Los crímenes entre niños nos rompen porque nos hacen preguntas como en qué les fallamos como sociedad y qué pudieron haber hecho los padres y maestros para evitar la desgracia. Ojalá hubiera respuestas unívocas.
La serie examina en sus cuatros episodios diferentes puntos de vista del crimen. No tienen desperdicio, pero para mí los dos mejores son el segundo y el tercero, que examinan respectivamente la escuela y la psique de Jamie.
La escuela es una escuela normal, con maestros normales y recursos normales. Pero también es un sitio saturado, una bomba. Los profesores no tienen ninguna cercanía con los alumnos, quienes están en un mundo tan remoto como la tercera luna de Dagoba, metidos en su celular como único contacto real. Y es que Instagram y sus códigos son más reales para los alumnos que aprender sobre la Revolución Industrial. (Jamie ama la clase de historia y eso es un rasgo psicológico que los creadores no ponen al azar: hasta los adolescentes que prestan atención en clase pueden sentirse abandonados y tornarse violentos).
Códigos, secretos, tribus. Eso siempre ha sido parte de crecer, pero el galimatías adolescente hoy es especialmente indescifrable. Aun cuando la unidad paterna se sienta muy ducha en Instagram, X o Reddit, los adolescentes siempre encontrarán una esquina recóndita para esconderse. Y soltar su odio.
Jamie es un muchacho común, su cara sonrosada le da una ternura especial. Pero a sus tiernos años está frustrado. Sus compañeros lo insultan todos los días. Es el chivo más débil del rebaño, alguien a quien es fácil de intimidar. Incluso le escupen. Pobre Jamie, ¡le escupen! ¿Cómo sentirse seguro en un lugar en el que te escupen? Surgen poco a poco las razones del crimen, una mezcla de psicopatía, oportunidad y venganza. A Jamie sus compañeros ya lo habían etiquetado a sus mínimos trece años como un incel, un cuate que no agarrará novia ni aunque pague por ella. Su única oportunidad sexual sería con una muñeca de goma. Un incel sólo puede tener una relación con las mujeres: el resentimiento.
Un curioso resentimiento: el del buen tipo que no anota porque es muy amable. Antes el buen chico era un estereotipo entrañable, el nerdcito al que la chica guapa descubre como el amor verdadero al final de la película. Hoy ese chico-conoce-chica se lee de otra manera: como eres un buen tipo entonces las mujeres tienen la obligación de entregarse a ti. Y cuando eso no sucede la reacción química estalla con furia y odio. El resentimiento del hombre bueno.
La serie pone el dedo en una arteria. Los varones jóvenes están pasando por una crisis, una soledad que deriva en violencia virtual y patente. En la red (“la red”, ya soy una señora millennial) adolescentes como Jamie se radicalizan fácilmente bajo la influencia de personajes como Andrew Tate o el Temach, líderes de una manada masculina antisocial y misógina.
Esos que siguen a personajes como Tate sienten que el discurso del influencer les da venganza contra un mundo que los borra. En los espacios de Tate hay toda una reivindicación de la libertad, la masculinidad y la idea de una sociedad utópica donde los hombres vuelven a su estatus primigenio de depredadores. Hombre a la caza de ¿qué? De oportunidades, libertad y poder, sí. Pero primero, de mujeres a las que dominar, consumir y destruir.
Este fenómeno no es novedoso aunque lo parezca. No hay nada novedoso en el machismo, desde luego, pero esta mezcla de misoginia y extrema derecha se parece mucho al fascismo original, al de Benito Mussolini y sus “osados”. (Dice la regla de internet que el primero que saca la carta de Hitler pierde la discusión. ¿Pasa lo mismo con Benito? Veremos).
Los Osados de Mussolini eran, como los incels, jóvenes resentidos. Habían regresado de la guerra para encontrarse con una indiferencia, un abandono terrible. Sin trabajo, sin futuro, sin botines de guerra y sin mujeres. Su furia era algo físico, de dimensiones carnales.
Mussolini les moldeó con ideología, les dio las palabras que les faltaban: ¿por qué ustedes, jóvenes con la sangre hirviendo, los mejores de su camada, tendrían que ser humillados por una sociedad que los usó y desechó? Los Osados de Benito fueron el combustible del primer fascismo, la mano de obra de la violencia política. Por supuesto su discurso iba de la conquista de la libertad, del triunfo de la masculinidad, una exuberancia fálica que bien se representaba en las “fasces” romanas, un haz de varas atadas que fueron símbolo del poderío de la Roma antigua y que le dieron su nombre al fascismo de Mussolini. Let’s Make Rome Great Again.
Tengo la tentación de decir que el arte fascista no existe, que los fascistas como los incels están muy ocupados destruyendo como para darse a la tarea femenina de crear (las mujeres somos las que parimos, esa es nuestra utilidad. Crear se parece mucho a parir), pero sería una apreciación miope. Los fascistas originales tenían el futurismo, ese arte de Marinetti y compañía, que apuntaba al progreso y el futuro sin cortapisas. El futuro que ha de conquistarse a punta de violencia y fuerza de voluntad. La tecnología del lado de la ira.
Los incels se han creado todo un búnker estético en el que hay de todo. Una cultura muy suya que incluye la literatura que puede leerse en sus posts en sitios como Reddit, 4Chan y otros espacios como Discord, Twitch y Telegram. Una vueltita por esos lugares y se queda una helada. De verdad quieren matarnos a todas.
Si quieren saber más de los Osados y el inicio del fascismo, recomiendo furiosamente (mucha furia en este Garage) la trilogía de Antonio Scurati sobre Mussolini, que se ha publicado recientemente en español. Scurati escribe sobre Mussolini con todas las pruebas y documentos a la mano; las novelas son apenas una ficción muy tenue. Resultan hipnóticas, aterradoras.
En cuanto a los incels la búsqueda es más peliaguda. Todavía falta que los creadores entiendan más el asunto para discutirlo seriamente en la palestra del arte. Pero Adolescence es un gran acercamiento. Es una serie que duele y que apunta. Su violencia no necesita ser explícita para ser perturbadora.