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La guerra ya no tiene fronteras

Stephanie Henaro | Café Colón
Hay guerras que se anuncian con misiles. Otras simplemente aparecen, sin declaración ni bandera. Se vuelven rutina. Aunque nadie las nombre, funcionan como guerras: hay territorios ocupados, poblaciones silenciadas, economía intervenida y miedo como arma de control.
Hoy, Gaza, Ucrania y México comparten un patrón. No en ideología ni en geografía, sino en método: violencia organizada con fines estratégicos, aplicada sobre civiles para controlar territorios, recursos o percepciones. No importa si el disparo lo hace un dron, un comando o un sicario. El resultado es el mismo: el Estado se retira y otro orden ocupa su lugar.
En México, ese orden no lleva uniforme. Viste como taxista, se mueve en motocicleta, cobra cuotas en efectivo y graba mensajes de terror con estética paramilitar. La ejecución de la maestra Irma Hernández en Veracruz no fue un crimen cualquiera. Fue un acto de guerra psicológica. Una mujer jubilada, obligada a arrodillarse y leer un mensaje dictado por hombres armados. No fue un ajuste de cuentas. Fue una advertencia colectiva.
Ese lenguaje de control se repite en el Estado de México, donde la extorsión ya no es delito: es sistema. La Familia Michoacana impone precios, rutas y sindicatos. Cemento, pollo, varilla, transporte y paquetería: todo tiene dueño. En zonas enteras del sur mexiquense, los productores no pueden mover mercancía sin permiso. Lo que se vive no es delincuencia común, sino feudalismo armado. Hay operadores logísticos, reglas y castigos ejemplares. Cuando el Estado intentó intervenir, como con el operativo “Liberación”, la respuesta no fue huida: fueron bloqueos coordinados en diez municipios. Eso, en cualquier otro lugar, se llamaría insurgencia. Aquí apenas se registra como nota roja.
Culiacán vive bajo otra forma de asedio. La ciudad con mayor percepción de inseguridad en el país —90.8% según el INEGI— no exagera. Está atrapada en una guerra intestina entre facciones del Cártel de Sinaloa. Una guerra sin frente visible pero con víctimas diarias. Las calles ya no son espacio civil. Son territorio disputado.
En Gaza, la ONU habla de “cadáveres andantes”. La inanición ya es táctica. Más de 17 mil niños han muerto desde el inicio de la ofensiva israelí. La desnutrición se ha triplicado. Las negociaciones colapsan. Y mientras tanto, el hambre se convierte en arma silenciosa.
Lo inquietante no es sólo la escala de la violencia, sino su lógica: ocupación simbólica, colapso económico, castigo colectivo. El mismo modelo, con distinto escenario.
Y entre estos escenarios aparece un actor común: los mercenarios. Exguerrilleros y exmilitares colombianos operan como sicarios de élite en Ucrania y en México. Reclutados por WhatsApp, exportan su experiencia en combate irregular. La guerra ya es industria. Y sus operadores viajan.
Lo más grave no es lo que ocurre. Es cómo lo nombramos. Seguimos hablando de crimen, de violencia, de inseguridad. Pero lo que vivimos opera como guerra estructural. Una guerra sin banderas ni reglas. Una guerra que se libra en mercados, en taxis, en plataformas y en videos. Que no necesita declarar la ocupación para ejercerla. Le basta con el miedo.
Y el miedo, cuando se vuelve paisaje, ya no necesita justificar nada. Sólo permanecer.
El último en salir, apague la luz.

