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Opinión

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El enigma de la inclusión financiera

Jorge A. Castañeda Morales

La semana pasada, en la Convención Bancaria, la inclusión financiera volvió a ser un tema central, y con razón. Uno de los grandes problemas de la economía mexicana es la baja penetración bancaria, tanto en ahorro como en crédito. Es una buena noticia que este tema regrese al centro de la discusión.

Desde hace más de dos décadas, la inclusión financiera ha sido uno de los grandes enigmas del país. El acceso a cuentas, crédito y servicios bancarios digitales está muy por debajo de lo que correspondería a un país con su nivel de ingreso. Con un PIB per cápita superior a los 11,000 dólares, México debería registrar tasas de bancarización similares a las de Brasil, Sudáfrica o Chile. Sin embargo, solo el 49% de los adultos en México tiene una cuenta bancaria, frente a más del 80% en esos países, a pesar de tener ingresos per cápita menores. El rezago es aún más evidente en el crédito formal: México reporta niveles comparables a los de países africanos con una cuarta parte de su ingreso. Esta desconexión entre desarrollo económico y acceso financiero convierte a México en un caso atípico, donde ni el crecimiento ni la estabilidad macroeconómica se han traducido en una verdadera democratización del sistema financiero.

No se puede atribuir esta paradoja a una sola causa. Es un problema estructural, con raíces tanto del lado de la oferta como de la demanda. A pesar del auge fintech y de numerosos emprendimientos que han atraído inversión, la penetración financiera sigue siendo baja.

Desde la crisis de 1994-95, la banca mexicana —hoy en gran parte en manos extranjeras— ha sido extremadamente adversa al riesgo. La realidad es que no necesita buscar nuevos clientes. Con un ROE de entre 18 y 20% en años recientes, muy por encima del observado en países desarrollados y otras economías emergentes, la banca mexicana mantiene alta rentabilidad operando sobre una base reducida. Su enfoque está en sectores formales y de ingresos altos, donde los costos y riesgos son menores. Así, no existen incentivos claros para ampliar su alcance a segmentos más amplios de la población. El modelo actual permite mantener márgenes elevados sin necesidad de inclusión masiva. Esto ayuda a explicar por qué, pese a los avances macroeconómicos, México sigue mostrando niveles de inclusión financiera comparables a los de países mucho más pobres.

También hay un problema del lado de la demanda. Como ha señalado Santiago Levy, el sistema fiscal y de protección social en México genera incentivos que empujan a empresas y trabajadores hacia la informalidad. Los costos asociados a la formalidad —cuotas patronales, impuestos al empleo y un acceso desigual a servicios públicos— hacen que incluso personas de ingreso medio opten por mantenerse fuera del marco formal. Esta informalidad no solo tiene efectos fiscales y laborales, también limita la demanda de servicios financieros. Quienes operan en ese entorno enfrentan barreras para acceder al sistema bancario: carecen de comprobantes de ingreso, historial crediticio o confianza institucional, y prefieren manejarse en efectivo por flexibilidad o desconfianza. Así, una parte importante del mercado potencial de ahorro y crédito formal queda fuera del sistema.

Ahora que se planea una nueva campaña nacional para fomentar la inclusión financiera, sería deseable que se tomen en cuenta estos factores estructurales. Las buenas intenciones no bastan. Las campañas de educación financiera pueden ser valiosas, pero de poco sirven si no se abordan las causas de fondo.

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