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Opinión

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Edadismo en México: el olvido que nos margina

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Jaime Cervantes Covarrubias | Columna Invitada

Jaime Cervantes Covarrubias

"No envejecemos por cumplir años, sino por quedar fuera de los afectos, de las decisiones y de las oportunidades", Anónimo.

Así me lo dijo una mujer sabia en un taller de Liderazgo Humanista hace unas semanas. Desde entonces, esa frase me persigue con lucidez. Porque en México, la edad se ha vuelto una forma brutal de exclusión. Y eso no es solo injusto, es peligroso para el futuro que queremos construir.

En mi columna anterior hablé de la injusticia estructural que sufren las personas mayores en nuestro país. Hoy deseo continuar esa conversación con un mensaje aún más claro: el edadismo no es compatible con el Humanismo Mexicano. No lo es porque atenta contra la dignidad, la experiencia y el valor vital de millones de personas que, al cumplir 50 años o más, comienzan a ser invisibilizadas. No lo es porque se opone al principio de cuidado como práctica ética y relacional, columna vertebral de nuestras comunidades.

Un país que margina por edad

El edadismo, una la discriminación por edad, generalmente contra personas adultas mayores, es una herida que supura en silencio. Lo enfrentamos en el trabajo, en la salud, en las familias, en la representación cultural. Lo enfrentamos en el lenguaje (“ya no da una”, “estás muy grande para eso”), en las políticas públicas, en los procesos de contratación. Según la ENADIS 2022, más del 44% de las personas adultas mayores perciben discriminación al buscar empleo. Y dos de cada cinco consideran que sus derechos son poco o nada respetados. Esto no es una anécdota, es el síntoma de un sistema que margina por fecha de nacimiento.

Desde mi experiencia como desarrollista humano, empresario, docente, abuelo y consejero sistémico, me resulta imposible no reaccionar ante esta realidad. No es solo que sea doloroso; es que es inaceptable. Reconstruir el tejido social implica integrar plenamente a todas las edades. Significa crear una sociedad donde envejecer no sea sinónimo de exclusión, sino de reconocimiento. Porque toda persona –a los 50, a los 60, a los 80– tiene derecho a trabajar, decidir, amar, aportar y seguir floreciendo.

Siete rostros del edadismo mexicano

Para comprender la magnitud de este fenómeno, propongo una revisión profunda del edadismo en México, estructurada a partir de las principales causas que lo alimentan y perpetúan en nuestra sociedad. Aquí presento siete de ellas, todas directamente vinculadas a esta forma de discriminación, y sus consecuencias:

1. Exclusión laboral por edad: La mayoría de las ofertas de empleo en México imponen un límite de edad. Estudios revelan que hasta el 90% de las vacantes excluyen a personas mayores de 35 años, según datos recabados por la Secretaría del Trabajo y organizaciones de la sociedad civil. Además, de acuerdo con la Encuesta Nacional sobre Discriminación (ENADIS 2022), el 44.6% de las personas mayores de 60 años consideran que existe “mucha discriminación al buscar empleo”. Esto afecta directamente a hombres y mujeres de 50 años en adelante, quienes ven cerradas sus posibilidades de reinserción laboral, incluso con experiencia comprobada y buena salud.

2. Prejuicios culturales y estereotipos negativos: Persisten creencias que asocian la vejez con inutilidad, testarudez, lentitud o incapacidad para adaptarse. Según la ENADIS 2022, el 77.4% de la población está de acuerdo en que la mayoría de la gente se desespera con las personas mayores, y un 20.5% considera que las personas adultas mayores son una carga para sus familias. Comentarios como “ya no aprende”, “ya está chocheando” o “no entiende la tecnología” no son inofensivos, son expresiones de desprecio aprendido. Esta narrativa erosiona la autoestima de las personas mayores y normaliza su marginación.

3. Abandono familiar e institucional: Muchas personas adultas mayores viven en aislamiento, sin redes de apoyo efectivas. Según el INEGI y Conapred, el 38.2% de las personas de 60 años o más considera que sus derechos son poco o nada respetados. La violencia familiar –psicológica, económica, e incluso física– hacia ellas es una de las formas más comunes de maltrato en el país, y la mayoría de los agresores pertenecen a su núcleo más cercano. El sistema institucional tampoco responde con la prontitud ni profundidad que se requiere. El abandono también es una forma de violencia.

4. Desigualdad en el acceso, calidad y disponibilidad de servicios para vivir con una digna salud: Numerosos reportes, entre ellos el Informe de la Red Latinoamericana de Gerontología, dan cuenta de que los adultos mayores reciben menos atención en hospitales públicos, o son atendidos con desdén. A menudo, se minimizan sus síntomas (“es por la edad”) y se retrasa el diagnóstico. Según datos de ENADIS, el 18.3% de los adultos mayores percibe discriminación al realizar trámites en oficinas públicas, incluyendo servicios de salud. Incluso se niegan procedimientos médicos bajo la lógica perversa de que “ya vivieron suficiente”.

5. Falta de políticas de integración productiva y formativa: No existen planes nacionales serios que promuevan el empleo digno para mayores, ni programas educativos de formación continua para adultos. De acuerdo con el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, entre 2012 y 2020 se recibieron 242 quejas por discriminación hacia personas adultas mayores; el 42.7% ocurrieron en el ámbito laboral. La falta de programas gubernamentales para reinsertar o capacitar a personas mayores en sectores productivos perpetúa su exclusión.

6. Autoexclusión por la etiqueta impuesta: Muchas personas mayores, al haber internalizado el mensaje de que “ya no valen”, optan por retirarse, dejar de proponer, quedarse en silencio. Lo hacen por protección. Según datos de Conapred, 17.9% de las personas mayores de 60 años reconocen haber sufrido discriminación o violencia en el último año. Esto indica una vivencia constante de exclusión que refuerza el auto-retiro de la vida pública o profesional.

7. Ausencia en las narrativas mediáticas y culturales: ¿Dónde está la gente adulta mayor en los medios, en las campañas de inclusión, en las historias que contamos? Salvo excepciones folclorizadas o humorísticas, rara vez los vemos como protagonistas de historias significativas. Invisibilizarlos es negar su lugar en la construcción de identidad nacional. La ENADIS 2022 también registró que el 18.5% de la población no rentaría un cuarto a una persona mayor, y que hay una baja presencia de este grupo en espacios de representación comunitaria y mediática. Esto habla de una narrativa hegemónica que no solo los ignora, los excluye y los margina sistémicamente.

El cuidado también envejece

Frente a esta realidad, ¿qué podemos hacer? Primero, despertar. Como lo planteó Amartya Sen –economista–, no basta con que exista una formalidad jurídica de derechos; se requiere que las personas tengan las capacidades reales para ejercerlos. ¿De qué sirve garantizar el derecho al trabajo si las estructuras de contratación excluyen por edad? ¿De qué sirve hablar de inclusión si dejamos fuera a quienes ya vivieron medio siglo de vida?

Joan Tronto –filósofa–, una de las voces más lúcidas sobre el cuidado, sostiene que una sociedad justa es aquella que asume la interdependencia humana como principio. El cuidado, decía, es la actividad que sostiene la vida. Y cuidar a las personas adultas mayores no es un gesto altruista: es un acto de justicia relacional. No podemos promover el cuidado de la infancia o la salud comunitaria –como he defendido en columnas anteriores– y omitir el cuidado de quienes han sostenido a generaciones enteras.

Patricia Werhane, –profesora emérita– desde la ética empresarial sistémica, invita a ver las organizaciones como redes de responsabilidad compartida. El empresariado, en este marco, no puede lavarse las manos. Excluir a personas por edad es violar la promesa básica de equidad, de cocerse bien común. Una empresa que margina a los mayores, pierde talento, memoria y humanidad. Es una falacia sistémica.

Byron Good –antropólogo–, por su parte, nos ha mostrado cómo el sufrimiento tiene un rostro fenomenológico: se vive en la carne, en los gestos, en las narrativas cotidianas. Cuando un adulto mayor es despedido sin explicaciones, cuando es mirado con condescendencia, cuando su saber es desdeñado, sufre no sólo una injusticia laboral, sino una fractura existencial. La consecuencia y el acto –por utilitarista– se vuelve crueldad.

Y Alberto Vital Díaz –nuestro literato mexicano humanista– nos recuerda que la empresa no es sólo una entidad productiva, sino un símbolo cultural. Las empresas son los nuevos templos, los nuevos espacios donde se definen valores, se tejen vínculos, se configura el porvenir. Y un templo que expulsa a sus sabios, ¿qué sentido, qué propósito puede ofrecer?

Lo diré con claridad: el edadismo es una forma de violencia estructural. No física, pero sí profundamente deshumanizante. Y como toda violencia sistémica, se sostiene en la indiferencia. En ese “así ha sido siempre”. En el “pues que se retiren ya”. En el “Para qué invertir en ellos y ellas si les falta poco para morir”. Pero también, y esto quiero subrayarlo, en nuestra ceguera cotidiana, en nuestra falta de sensibilidad: cuando ignoramos al adulto mayor que busca empleo; cuando no invitamos a la abuela o al abuelo a opinar; cuando usamos su imagen solo para ilustrar nostalgia o carencia o fallas. Reflexionemos, la vida fue dada por los abuelos y abuelas transgeneracional mente. Agradezcámosla con cuidado humano y sistémico.

En el fondo, todo esto tiene que ver con el tipo de país que queremos ser. ¿Queremos un México que cuide? ¿O un México que descarte? ¿Queremos reconstruir el tejido social sobre vínculos intergeneracionales sólidos? ¿O seguir fragmentando la vida común en edades “productivas”, como si unas tuvieran más valor que otras?

Desde el Humanismo Mexicano que hemos venido delineando en estas columnas, la respuesta es clara: necesitamos una reforma del cuidado. Y en esta etapa histórica, esa revolución pasa por incluir plenamente a las personas de 50 años en adelante en todos los ámbitos de la vida nacional. Necesitamos cuidar su salud, sí. Pero también su dignidad, su palabra, su capacidad de decisión. Cuidar no es proteger de más. Es respetar. Es abrir espacios. Es garantizar que nadie se quede atrás por haber cumplido años. Es, y lo digo con letras en alto, GRATITUD.

Pero cuidar implica más que proteger, significa garantizar estructuras que lo hagan posible. Hoy, México no cuenta con un sistema nacional articulado de cuidados que contemple a las personas adultas mayores de forma integral. Según el INEGI, para 2022 más del 35% de las personas mayores de 60 años vivían sin pensión contributiva, y un alto porcentaje requería atención médica o asistencial cotidiana. En zonas rurales o de alta marginación, la situación es aún más grave porque el envejecimiento se cruza con la pobreza estructural, el aislamiento territorial y la falta de servicios especializados.

Además, enfrentamos un reto de escalabilidad histórica. Para 2044, una de cada cinco personas en México será mayor de 60 años. Si no corregimos hoy los patrones de exclusión, el sistema de salud colapsará, la infraestructura urbana será insuficiente, y millones de personas envejecerán sin red de apoyo. La Encuesta Nacional de Salud y Envejecimiento en México (ENASEM) ya proyecta un crecimiento exponencial de personas mayores con enfermedades crónicas no transmisibles, muchas de las cuales se relacionan directamente con factores de autocuidado desatendidos.

Por eso, el cuidado también requiere una responsabilidad personal. A partir de los 50 años, necesitamos promover una nueva cultura del autocuidado físico, emocional, espiritual, laboral y financiero. No para cargar a la persona con culpas, sino para empoderarla. Un país que no enseña a envejecer con dignidad, termina marginando a quienes más podrían seguir aportando.

Las empresas que descartan muestran su vacío y terminan vaciándose

Invito al empresariado mexicano a revisar profundamente sus procesos: ¿cuántos puestos están abiertos a personas mayores? ¿Cuántos líderes con añada experiencia acompañan procesos de formación? ¿Cuántas veces hemos preferido juventud sobre experiencia solo por costumbre o conveniencia productiva? La filantropía consciente que tanto necesitamos en este país se encarna también en decisiones como contratar, formar, y sostener la diversidad generacional en nuestras organizaciones.

¿Qué puede hacer el empresariado hoy mismo?

1. Eliminar el límite de edad en las vacantes: Iniciar revisando y modificando los filtros de reclutamiento. La edad no debe ser una barrera para postularse. Filtrar por edad está penado por la ley del trabajo en México.

2. Crear programas de mentoría intergeneracional: Establecer vínculos entre trabajadores jóvenes y mayores, promoviendo aprendizajes recíprocos y cultura colaborativa.

3. Promover horarios flexibles y trabajo híbrido: Facilitar modelos adaptativos para personas adultas mayores con condiciones de salud específicas o que cuidan a otros.

4. Ofrecer capacitación digital continua: Impulsar la alfabetización tecnológica sin prejuicios, desde la confianza en la capacidad de aprendizaje a cualquier edad.

5. Celebrar el legado: Incluir historias, trayectorias y aportaciones de personas adultas mayores en la comunicación interna, eventos o campañas de cultura organizacional.

Realizar estas cinco iniciativas reducirá, considerablemente, la rotación de sus empresas.

Familias que escuchan, sociedades que recuerdan

Invito a las familias a detenerse y a concienciar el cuidado de sus adultos/as mayores: ¿cómo hablamos de nuestros mayores? ¿Les damos voz, ternura, consideración y paciencia? ¿O los tratamos como reliquias queridas, pero mudas?

La sabiduría que acumulamos como sociedad se transmite o se pierde. Y una familia que no escucha a su gente mayor está condenada a repetir los mismos errores, sin generalizar por supuesto, pero es más común que menos. Aquí les dejo cinco gestos poderosos que ponemos iniciar de inmediato en casa:

Escuchar con atención plena: Dedicar tiempo, dedicación y esfuerzo semanalmente a conversar con nuestros mayores, preguntar su opinión y agradecer su experiencia.

Incluirles en las decisiones del hogar: Desde la economía familiar hasta los viajes o celebraciones, integrarlos como parte activa del círculo de toma de decisiones y el disfrute de la vida.

Digitalizar con paciencia: Acompañar con cariño su aprendizaje de herramientas digitales. Ayudarles a usar videollamadas, banca en línea o redes sociales. Mantenerse en conexión aunque se encuentren a distancia.

Compartir tareas, no cargar culpas: No delegarles la crianza ni el cuidado como una obligación; reconocer cuándo es demasiado y ofrecer apoyo real.

Nombrar su legado: Recordarles lo que han significado en nuestra vida, poner por escrito sus historias, y rescatar sus saberes como parte de nuestra identidad familiar.

Gobernar con responsabilidad intergeneracional

Preferimos un gobierno consciente y responsable, y no uno populista. Y a las instituciones, les exijo justicia. La política pública no puede seguir centrada solo en pensiones. Se necesita una estrategia integral de envejecimiento digno. Con servicios de salud específicos, planes de educación continua, políticas de vivienda, inclusión digital y entornos urbanos amigables. No basta con transferencias económicas. Hace falta presencia, reconocimiento y estructura.

Las instituciones públicas tienen la responsabilidad histórica de garantizar que el envejecimiento en México no sea sinónimo de exclusión, pobreza o abandono. Esto implica dejar de pensar en las personas adultas mayores como una carga y empezar a considerarlas como ciudadanas con derechos, voz y capacidad de contribuir. Para lograrlo, no basta con repartir pensiones: se requiere rediseñar el sistema completo desde una lógica de justicia intergeneracional y cuidado colectivo. Aquí propongo cinco acciones urgentes que pueden tomarse desde ya:

1. Diseñar una política nacional de envejecimiento digno que integre salud, trabajo, educación, movilidad, vivienda y cultura, con enfoque de derechos humanos y transversalidad de género.

2. Crear un sistema nacional de cuidados con base comunitaria y enfoque intergeneracional, que no delegue la responsabilidad del cuidado únicamente a las familias.

3. Reformar los sistemas de salud y seguridad social para garantizar atención geriátrica especializada, medicamentos, servicios preventivos y acceso a terapias sin discriminación.

4. Financiar educación continua y reconversión laboral para personas mayores de 50 años en adelante, con estímulos fiscales a empresas que los contraten o promuevan su reinserción.

5. Impulsar una narrativa pública no edadista desde campañas culturales y educativas que revaloren el papel de la vejez como etapa activa, sabia y digna.

Como dije antes, esta no es una cruzada nostálgica y tampoco una derrota postálgica. Es una exigencia ética, aquí y ahora. Porque el edadismo es el espejo de nuestro propio miedo a envejecer. Y enfrentarlo, como toda causa justa, nos humaniza. Hoy somos adultos/as, quizá aún jóvenes. Pero el tiempo avanza. Y cada exclusión que hoy permitimos, será la sombra que mañana nos alcance, nos lastime o nos olvide.

La línea transversal que sostiene esta columna es la misma que ha sostenido todas las anteriores: el cuidado. Cuidar a la infancia, sí. Cuidar la salud, sí. Pero también cuidar la adultez, la vejez, la experiencia, la historia. Porque cuidar es crear condiciones para que la vida florezca. Y la vida no florece si una parte de ella es marginada. Si marginas a tus adultos/as sabías, enseñas a que nuestra niñez haga lo mismo con nuestra generación y así, el cruel ciclo de la indiferencia, se repetirá en la historia y sus patrones de conducta.

Termino con una imagen. Imagina un árbol. Uno grande, añoso, robusto. De ramas amplias y hojas que dan sombra. Ahora imagina que ese árbol es despreciado por los jóvenes retoños que crecen a su alrededor. Lo llaman viejo, lento, inútil. Lo talan para hacer espacio. Y luego, cuando el sol quema, no encuentran sombra.

Eso nos está pasando. Estamos talando nuestro propio porvenir. Urge cambiar. Abrazo esperanzador en letras.

Sin inclusión adulta, no hay futuro digno.

El autor es Doctorante en Desarrollo Humano, Universidad Motolinía del Pedregal, México; Master en Desarrollo Humano, Universidad Iberoamericana, México; Master ejecutivo en Liderazgo Positivo Estratégico, Instituto de Empresa, España. Licenciado en Comunicación Gráfica y Columnista en El Economista.

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Jaime Cervantes Covarrubias

El autor es Doctorante en Desarrollo Humano, Universidad Motolinía del Pedregal, México; Master en Desarrollo Humano, Universidad Iberoamericana, México Master ejecutivo en Liderazgo Positivo Estratégico, Instituto de empresa, España.

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