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¿Consolidar qué, si apenas empieza a tomar forma?

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Rafael Lozano | Columna Invitada

Rafael Lozano

Las reformas de salud suelen fallar por muchas razones conocidas: diagnósticos incompletos antes de implantarlas, falta de financiamiento, conflictos entre niveles de gobierno, resistencia de actores o exceso de promesas sin sustento operativo. Pero en el caso del IMSS-Bienestar, el escenario es distinto: no se trata de una reforma clásica, con diseño sistémico, arquitectura normativa y construcción gradual. Lo que ha ocurrido es una reorganización administrativa acelerada, impulsada desde el centro del poder, sin transición efectiva y con escasa deliberación técnica.

Es cierto que hubo un decreto. En agosto de 2022 se creó formalmente el Organismo Público Descentralizado (OPD) IMSS-Bienestar. En el papel, eso marcó un punto de inflexión: una nueva entidad con personalidad jurídica, presupuestos propios y el mandato de operar los servicios de salud para la población sin seguridad social. Pero el decreto —más allá de su valor jurídico— representó sobre todo un gesto político: la reafirmación de un modelo de centralización operativa, donde el gobierno federal absorbe lo que antes gestionaban los estados, bajo la promesa de gratuidad, eficiencia y equidad.

A esto se suma un nuevo giro institucional: el primero de julio de 2025, el gobierno federal decretó la integración del histórico programa IMSS-Bienestar al régimen ordinario del IMSS, en 16 de los 19 estados donde aún operaba. Con ello, desaparece formalmente una estrategia que por décadas llevó atención primaria a zonas rurales marginadas. Esta decisión, sin embargo, no modifica el funcionamiento del OPD IMSS-Bienestar, que sigue siendo el eje operativo para los servicios de salud de población sin seguridad social en los estados adheridos. Lejos de clarificar el mapa institucional, la coexistencia de modelos y marcos jurídicos superpuestos complejiza aún más la arquitectura del sistema.

El problema es que consolidar un sistema no significa solo extender su operación o aumentar su cobertura. Consolidar implica construir instituciones robustas, confiables y sostenibles. Y eso requiere más que voluntad: necesita normas claras, estructuras estables, financiamiento garantizado, profesionalización del personal, sistemas de información integrados, mecanismos de evaluación y, sobre todo, legitimidad social.

Algunos podrían argumentar que la consolidación ya comenzó. Que el IMSS-Bienestar opera en 23 entidades -en tres más hay promesas de adhesión sin haber firmado el convenio, pero próximamente se sumarán-, que han contratado personal y que se han transferido miles de centros de salud. Pero eso solo representa una fase inicial, una consolidación parcial y operativa, en la que se centraliza el control pero no necesariamente se mejora la calidad ni se garantiza el acceso efectivo.

Para hablar de consolidación estructural, sería necesario contar con un andamiaje jurídico más sólido, una legislación que defina con precisión derechos, obligaciones, esquemas de financiamiento, mecanismos de corresponsabilidad y formas de participación. No basta con un decreto ni con convenios estatales fragmentarios. Aún no se ha definido, por ejemplo, qué pasará con los sistemas estatales no adheridos, cómo se armonizarán los regímenes laborales, o qué implicaciones tendrá la reciente reforma a la Ley General de Salud que formaliza la desaparición del INSABI pero no establece nuevas garantías explícitas. La reciente absorción del programa IMSS-Bienestar por el IMSS ordinario en solo algunos estados añade una capa más de ambigüedad: lejos de simplificar, se superponen estructuras, contratos y narrativas, sin una arquitectura clara de gobernanza ni una política de integración efectiva. ¿Habrá salida al galimatías administrativo del sistema de salud mexicano?

Más allá de lo estructural, falta lo funcional. Es decir, que el sistema opere con eficiencia, continuidad y calidad, que las personas reciban atención oportuna y resolutiva, que los medicamentos estén disponibles, que las referencias funcionen y que los profesionales de salud trabajen en condiciones dignas y estables. De eso todavía no hay evidencia pública. No se han publicado evaluaciones externas, no se conoce el impacto en indicadores de salud, ni hay información clara sobre la satisfacción usuaria o la equidad en la atención.

La consolidación no se logra si no se reconoce un hecho clave: el sistema público de salud coexiste con un sistema privado que crece no por diseño estratégico, sino por omisión del primero. En lugar de una integración de colaboración entre sectores, lo que ha predominado es una competencia desregulada. El sector privado absorbe demanda insatisfecha, se expande con lógica de mercado, y termina funcionando como escape para quienes pueden pagar y como sustituto silencioso para quienes ya perdieron la esperanza en lo público, sin importar si son derechohabientes de la seguridad social o afiliados al IMSS-Bienestar. Consolidar IMSS-Bienestar sin una política clara de articulación público-privada es perpetuar una fragmentación desigual y silenciosa.

A esto se suma otro punto crítico: el papel de los recursos humanos para la salud. Miles de trabajadoras y trabajadores han sido absorbidos en condiciones precarias, sin certeza laboral, sin plazas definitivas ni seguridad social plena. La prometida “basificación” avanza lentamente, sin criterios claros, y con tensiones entre niveles, instituciones y contratos. No puede hablarse de consolidación sin estabilidad para quienes sostienen el sistema desde abajo. No hay continuidad del cuidado sin continuidad del personal. Ni legitimidad institucional sin reconocimiento profesional.

Y por último —pero quizás más importante— está la dimensión política y social de la consolidación. Un sistema de salud no se sostiene solo con infraestructura o con personal: necesita confianza. Confianza de los pacientes, que deben sentirse protegidos. Confianza del personal, que debe sentirse valorado y seguro. Confianza de los gobiernos locales, que deben sentirse parte del proyecto. Y confianza de la ciudadanía, que debe creer que el sistema público es más que una promesa vacía.

Ese es, quizás, el mayor riesgo que enfrentamos. Porque cuando las promesas se repiten, pero no se cumplen —como ha ocurrido con la gratuidad, el abasto de medicamentos o la regularización laboral—, la gente deja de esperar. Quienes pueden, migran al sector privado, pagando de su bolsillo lo que el sistema no resuelve. Los gobiernos estatales se alinean, no porque crean, sino porque no tienen margen para disentir. Y el personal de salud guarda silencio, porque no quieren poner en entredicho su salario y prestaciones cuando las hay.

Así, la narrativa de consolidación avanza en los boletines, pero se desgasta en la realidad. El sistema flota, pero no transforma. Opera, pero no cuida a la población. Y la legitimidad, como la confianza, no se decreta: se construye. Hablar de consolidación parcial para 2026 es una apuesta. Una posibilidad que solo será real si se atempera el modo de gobernar: menos poder concentrado, más deliberación; menos propaganda, más evidencia; menos verticalidad, más escucha.

Es sabido que las políticas públicas necesitan horizontes de largo plazo. La transformación en salud no se mide en trimestres ni en ciclos sexenales. Pero si bien el horizonte puede ser el objetivo de la política pública, la paciencia política es la forma. Y esa paciencia política —entendida como la capacidad del Estado para sostener, corregir y rendir cuentas— es una virtud gubernamental… pero también una expectativa ciudadana.

¿Habrá una consolidación deseable en 2036?

Cualquiera podría imaginar que, a catorce años de su creación, el IMSS-Bienestar dejaría de ser una promesa política para convertirse en una institución sólida, con reglas claras, financiamiento sostenido y legitimidad social. Pero se requieren varias condiciones:

  • Que el “Cuidado Primordial de la Salud” fuera el eje articulador del sistema, con equipos de salud estables, capacitados y arraigados en las comunidades.
  • Que los estados, dejaran de ser meros ejecutores y participen de lleno en el diseño, evaluación y mejora continua del modelo.
  • Sería deseable contar un sistema único de información interoperable, y que las decisiones clínicas y de gestión estuviera sustentadas en datos y no solo en decretos.
  • El sector privado, por su parte, estaría regulado e integrado como complemento, no como sustituto del sistema público.

Pero quizás el signo más claro de esta consolidación sería el más intangible: las personas acudirían al centro de salud no con resignación, sino con confianza. Porque sabrían que allí hay cuidado, continuidad, respuesta. Y porque el sistema, más que una estructura, sería una promesa cumplida.

Ese horizonte solo será posible si se logra consolidar instituciones, pero lo más importante, si se consolida un pacto: entre gobiernos, personal de salud y ciudadanía. Un pacto donde cuidar, escuchar y rendir cuentas sean acciones cotidianas, no promesas de campaña.

*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.

Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.

rlozano@facmed.unam.mx; rlozano@uw.edu; @DrRafaelLozano

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Rafael Lozano

El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington. Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.

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