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Opinión

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Realeza, protocolo y funciones sociales

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Liliana Martínez Lomelí

Con los servicios funerales de la reina Elizabeth II y la consecuente coronación de Carlos III, se ponen de manifiesto actividades, usos y costumbres en donde el uso excesivo de protocolo tiene funciones sociales específicas.

Los códigos de protocolo son tan estrictos, que marcan la manera en la que hay que moverse, hablar, gesticular, vestirse, dirigirse a una persona, interactuar, mostrar o matizar emociones, hablar… en pocas palabras, el protocolo dictamina la forma de comportarse de una persona que desempeña una función –que hoy en día resulta polémica para muchos, la persistencia de esa función e institución real en una época donde para algunos resulta obsoleta.

Según sociólogos e historiadores, las maneras de la mesa y el protocolo surgieron como medidas civilizatorias que tenían la función de alejarnos de lo que se consideraba como “bárbaro o salvaje”, sobre todo en el mundo Occidental. Estas maneras de la mesa que se iban dictaminando en un protocolo, constituían acciones que poco a poco fueron permeando y moldeando hasta la forma de expresar emociones o de moverse. Poco a poco, este protocolo se fue convirtiendo en una forma de atribuir características a una persona, como cuando calificamos una “actitud digna”, “refinada”, “elegante” etc. Simplemente por el seguimiento de ciertos códigos de movimientos, lenguaje y comportamiento alrededor por ejemplo, de la mesa. Según Norbert Elias, estas acciones que aparentemente podrían resultar insignificantes fueron las que dieron forma al surgimiento de los Estados modernos sobre todo en Europa. Si una persona aspiraba a ser miembro de la corte o a pertenecer a cierto círculo social, el observar estas conductas resultaba esencial, primero, para desmarcarse de una conducta que podría ser calificada de “salvaje” y por el otro, integrarse a un círculo donde el protocolo cada vez era más específico, más solemne y con una mayor cantidad de reglas a observar, de modo que el seguirlo pareciera una condición “dada” o natural, y no un esfuerzo por recordar todas las reglas y cánones.

Esto sin duda ha sido uno de los elementos esenciales para que perduren en ciertos países las monarquías y su exceso de protocolo. Nadie está exento de cometer un error de protocolo aún en las altas jerarquías. Así lo evidenció por ejemplo en una cena que la reina Elizabeth ofreció a Obama, en donde el entonces mandatario propuso un brindis por la reina, pero al pronunciar la frase clave, el himno inglés comenzó a sonar y él levantó su copa solo. No fue sino hasta que terminó el himno, que todos los presentes subieron también su copa. Este tipo de faux pas ante la monarquía son constantemente divulgados como situaciones “curiosas”. Pero en un análisis más profundo, evidencian que es tal el exceso de protocolo, que se espera realmente que alguien lo transgreda, para que entonces realmente sólo la cabeza de la monarquía sea quien nunca cometa un error de protocolo, otorgándole una jerarquía superior o una distinción de entre las demás personas, no importando si también son mandatarios o representantes de otras naciones. Sin embargo, el costo de observar el protocolo excedido, en muchas ocasiones es un modulador de la personalidad, de la individualidad y hasta de la propia condición humana, motivo por el que muchos miembros de la realeza han desertado de sus funciones. La tradición y el protocolo se observan entonces como dos pilares de mantenimiento de una institución.

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Liliana Martínez Lomelí

Columnista de alimentación y sociedad. Gastronauta, observadora y aficionada a la comida. Es investigadora en sociología de la alimentación, nutricionista. Es presidenta y fundadora de Funalid: Fundación para la Alimentación y el Desarrollo.

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