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El petróleo de la democracia

A primera vista no hay relación posible o razonable entre ambos. Una cosa es una empresa estatal que produce petróleo y gasolina y la otra un complejo proceso político en un entorno de libertad relativa. Ni que decir de la “misión social” de Pemex o de su papel en la política federal, estatal y en especial la local. Por ahí encontraríamos muchas anécdotas y buenas historias, pero nada como para argumentar que puede escribirse una narrativa donde Pemex y democracia aparezcan íntimamente relacionados. La realidad es que Pemex ha cimentado nuestra democracia aunque los vínculos entre ambas cosas no sean aparentes por más que politicemos a Pemex o petrolicemos la política.
Cualquier democracia requiere de votos y de respuestas en muchos lugares: sociedad, política y economía. Pero también requiere de preguntas, sobre todo, fiscales. En México solía decirse que un político pobre es un pobre político. Podemos usar esa frase, por demás denigrante, para afirmar que una democracia pobre es una pobre democracia. Porque una democracia no se consolida si no tiene recursos para darle a la gente satisfactores y oportunidades que, en términos prácticos quiere decir bienes y servicios públicos, no sólo disponibles sino satisfactorios. En el corto plazo, las democracias perviven si hay resultados ya no digamos de gobierno sino de vida cotidiana. Se trata del gobierno apersonado: salud, seguridad, educación. La triada que hace posible que una persona suba la escalera del bienestar más rápido.
Cuando se vive en un sistema autoritario no hay empoderamiento de aquellos que gozan, o sufren, de los bienes y servicios públicos. El gobierno los usa para ganar apoyo político y los usuarios lo ven como un regalo. En un sistema democrático el gobierno provee bienes y servicios para legitimar al sistema como tal, no a un gobierno ni a una persona o a un partido. En un sistema democrático no sólo hay empoderamiento de los que se enferman, salen de su casa o van a escuelas, por usar ejemplos concretos. También hay exigencia y se piensa en ello como un derecho y no una dádiva. Todo va bien hasta que se llega a la conclusión de que no se tiene dinero para poder hacer ese “upgrade” de sistema. La democracia tiene un costo fiscal. Eso no lo hemos entendido en México. El costo fiscal, en buena medida, ha sido financiado en buena parte por Pemex.
La transición a la democracia partió de una petrolización estable, que cimentó un largo periodo políticamente híbrido (neoliberalismo y partido hegemónico), pero, sin duda, aterrizó en una petrolización explosiva. En la “transición a la democracia”, cuyo inicio algunos ubican en 1997, los gobiernos ordenaron o permitieron extraer y exportar mucho más petróleo del promedio entre 1982 y 2000. En 2003-04 llegamos a una producción de casi 3.5 millones de barriles diarios (hoy estamos en 1.7) y en 2008 el 40% del total del presupuesto público federal fue alimentado por la renta petrolera (sin considerar los ingresos de Pemex). Eso representó 7.3 puntos del PIB y superó todos los ingresos tributarios, es decir los impuestos a empresas, personas y el consumo (en 2024, por cierto quizá no llegue a 0.8 del PIB). Así como México evitó una reforma fiscal durante el neoliberalismo, así los gobiernos posteriores lo hicieron porque tuvieron petróleo. Un petróleo barato, con precios altos y con un Pemex dócil.
Desde 1982 hasta 2014 fluctuamos entre 8 y 10 puntos del PIB en impuestos y no hubo una reforma fiscal genuinamente exitosa. En ese periodo Pemex y el petróleo financiaron al gobierno. Esto hizo posible que la cobertura de bienes y servicios públicos creciera. Durante los gobiernos panistas, si no hubiese existido Pemex no se hubiese podido superar tan rápidamente la crisis financiera y muchas políticas públicas ni siquiera se recordarían. En ausencia de nuevos impuestos, tasas óptimas y diseños modernos que redistribuyan el ingreso y la riqueza, parafraseando al economista francés Piketty, el gobierno, la transición a la democracia y nuestras aspiraciones hacia su consolidación, no hubiesen sido posibles. En definitiva, el contar con un recurso como el petróleo ha dado estabilidad política porque ha podido financiar procesos políticos que usualmente cimbran las finanzas del gobierno. Pudimos evitar la incómoda discusión de quién paga, cuánto paga y porqué.
No sería justo afirmar que la transición democrática o, para efectos prácticos, el intercambio de gobiernos derivados de diferentes partidos políticos no hizo nada en el tema fiscal. Se hicieron reformas y algunas fueron exitosas en la generación de ingresos adicionales. Por ejemplo, en 2013-2014 se introdujeron cambios que rompieron para siempre el techo de 10 puntos del PIB generados por impuestos (los ingresos tributarios que actualmente están en poco más de 14). A partir de 2018 se ha hecho un enorme esfuerzo por recaudar más sin modificar el modelo impositivo. Pero para efectos prácticos, sin contar el “gasolinazo” de 2017, llevamos 10 años sin reforma fiscal o, si se quiere, sin modificaciones relevantes en tasas y diseño de impuestos.
Se ha recaudado a pesar de los efectos económicos y sanitarios de la pandemia. Se ha recaudado a pesar del crecimiento lento, altas tasas de interés, inflación de casi dos dígitos, y un largo etcétera de adversidades. En el gasto se han hecho reducciones y reasignaciones draconianas y se han recuperado recursos de muchas fuentes. Muchos todavía anhelan un Pemex productor de petróleo que financie la democracia. Pero la despetrolización del gobierno y por tanto, el ensanchamiento de la democracia, para por una Pemex menos preocupado por producir barriles y exportar crudo. Como lo demuestra la experiencia de al menos 30 países ricos en hidrocarburos, la rentabilidad del crudo retrasa la maduración de una democracia en el largo plazo e incluso, la puede interrumpir. En México hay demócratas que odian a Pemex y que piden más crudo. Sorprendente.
*El autor es profesor de la Universidad de Georgetown en Washington, D.C.