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Del verano, ni París, ni este país, dijo el poeta

Foto: Especial
Cuando llegó a la ciudad de México, el siglo XIX estaba a punto de acabarse y la urbe deslumbraba. Majestuosa, porfiriana y presumida, resultaba un buen lugar para vivir y abrirse camino con la pluma. Ya había publicado una columna semanal en El Correo de la Tarde, de Mazatlán, y estaba listo. Se llamaba Amado Nervo, había nacido en Nayarit y era poeta desde los 16 años.
De insuperable pluma y destinado al éxito literario era un hombre de su época, con una clara fascinación por la modernidad y un futuro que lo llevaría a colaborar en muchos medios y espacios. En la Revista Moderna, por ejemplo, publicó ensayos breves, crítica teatral y crónicas, fue autor columnas que se llamaron ”Pimientos Dulces”, “La semana de la moda”, “Cartas de mujeres” y “La Semana”, publicadas tanto en el diario El Imparcial como en el semanario El mundo Ilustrado, incluso, y ya denotando cierto hartazgo a sentirse “emborronador de cuartillas por profesión”, tuvo una columna colectiva llamada “Fuegos Fatuos”, donde compartía la pluma con Salvador Dávalos y Alberto Michel con el seudónimo, también colectivo, de Triplex
Nervo compuso artículos periodísticamente obligados, pero también algunos sorprendentes. En uno de ellos titulado “El teléfono-telégrafo” –que muchos aseguran fue el primer texto mexicano de ciencia ficción– vaticinó la aparición del fax, y en otro, que se llamó “La última guerra”, decretó que el automóvil desaparecería por el pésimo estado de nuestras calles y carreteras y la contaminación que causaban. Sin embargo, también elogiaba la novedosa iluminación eléctrica en la Catedral e imaginaba un futuro de muchachas conversando deleitosamente desde sus aviones mientras surcaban el cielo citadino.
Curiosamente, como si estuviera reporteando ahora mismo sobre la próxima justa olímpica en París y bajo el seudónimo de Rip rip publicó un artículo titulado “En este país”, donde interesados en las últimas noticias, como usted lector querido, encontraron lo siguiente:
“¿Qué París es muy bonito? Pues entonces, padres desnaturalizados ¿Cómo quieren ustedes que la pobre criatura que vivió en el cerebro del mundo viva sin enfermarse de tristeza en este país que será, cuando más, el intestino del globo terráqueo? Allá hay muchos teatros y muchos boulevards y muchas escenas paradisíacas. Aquí ni lo último. El vicio es un pobre vicio vergonzante que va de trapillo por calles apartadas. Allá todo el mundo habla francés: hasta en los cafés cantantes lo hablan. Aquí empezamos porque no hay cafés cantantes. Aquí no hay nada… ¡Este país!
“Y los buenos papás, que por proporcionar recreo e instrucción a sus hijos determinaron gastar fuertes cantidades sosteniéndoles en Europa, ven con tristeza que ni la Europa culta entró en ellos, ni ellos trajeron de esa Europa otra cosa que gérmenes de profundo hastío por todo lo que no es París, y de desprecio profundo para todo lo que es México. ¿Van por una calle, y una ráfaga de polvo los hace estornudar?
“Lo primero que sale de sus labios es la consabida frase:¡Este país!”
“En este país, en efecto, no se puede andar por una calle sin estornudar. Y el nostálgico se va muriendo a pausas de tedio (lo cual no impide que engorde) y compara, todos los días y a todas horas, y tiene, para cuanto ve, deliciosos mohines despectivos. Llegará a viejo y tendrá aún en los labios a este país para maldecirlo. Saliendo de México todo es Cuautitlán. Saliendo de París, todo es México. Para no hacer comparaciones, mejor es quedarse en Cuautitlán. Así no se olvida el castellano, ni se destroza el francés. En cuanto a las bicicletas, polainas y flores para el ojal, también las hay aquí en Cuautitlán.
¿Por qué ir pues a la capital de Francia?”
Más allá de la nostalgia de lo que nunca se ha tenido, de la comparación –siempre lastimosa– entre nosotros, los pobres, y los demás afortunados, cuando por fin inicia el siglo XX, los poetas ya no mueren de amor, ni de consunción, ni de tuberculosis. Ya no pierden la vida por los ideales políticos o la falta de higiene. Sus males se parecen más al tedio, el ocio y la melancolía. Ya no irán a París. Ni siquiera para celebrar exequias en el exilio”.
Paradójicamente, y ya considerado como el mejor poeta de México, Nervo dejó los diarios mexicanos y consiguió una corresponsalía en El Mundo de París. Allí publicó la versión francesa de su novela “El Bachiller”, los versos de ‘La amada inmóvil’ y una suerte de autobiografía que decía así:
“Nací en Tepic, pequeña ciudad de la costa del Pacífico. Mi apellido es Ruiz de Nervo; mi padre lo modificó, encogiéndolo. Se llamaba Amado y me dio su nombre. Resulté, pues, Amado Nervo, y, esto que parecía seudónimo –y que en todo caso era raro– me valió quizá no poco para mi fortuna literaria. ¡Quién sabe cuál habría sido mi suerte con el Ruiz de Nervo ancestral, o si me hubiera llamado Pérez y Pérez!"
Sin volver a mencionar París, termina con la mejor de las mentiras: “Mi vida ha sido muy poco interesante, como los pueblos felices y las mujeres honradas, yo no tengo historia: nunca me ha sucedido nada”.