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De la arrogancia a la capacidad de ver: Deseos e ilusiones para el 2024.

“El que se erige en juez de la verdad y el conocimiento es desalentado por las carcajadas de los dioses”, Albert Einstein.
Pasadas las emociones de fin de año, la sensación la fraternidad que creemos durará por siempre y el sueño de que el calendario nos traerá un amanecer libre de problemas, a muchos nos entra la necesidad de cuestionarnos sobre lo que hacemos o dejamos de hacer para que nuestro mundo cambie e incluso mejore.
En estos intentos de ser solidaria y quizá más decente con lo que me rodean, mi país y el mundo, identifiqué –o al menos eso creo–, las conductas que quisiera desechar y las actitudes que debería cancelar para que mi voluntad, la verdadera, constructiva y apegada a lo noble que existe en mí, aflore sin obstáculos.
Confieso que la tarea de auto evaluarse no es fácil: tendemos a ser bastante dóciles con nosotros mismos, pues es mucho más fácil encontrar defectos y "áreas de oportunidad" en los otros. A pesar de esto, hice el esfuerzo de mirarme con sinceridad y, entre todas las acciones negativas que me han alejado desde hace años del buen camino, encontré a la arrogancia como la principal arma de sabotaje.
Pero, ¿qué es la arrogancia y qué implica ser arrogante? ¿Cómo lastima nuestra arrogancia a las personas con las que nos relacionamos? ¿Cuáles son sus alcances?
Según el Diccionario de Autoridades (Tomo 1, 1726) de la Real Academia de la Lengua Española, el adjetivo de arrogante debe entenderse como lo contrario a humilde y modesto. Sinónimo de presuntuoso, soberbio, engreído, orgulloso, insolente, envarado y altanero; desde el Siglo XVIII, las personas arrogantes eran las que se apropiaban de las prendas y virtudes que no tenían, o sea, gente falsa, mentirosa e incluso manipuladora.
En síntesis, quienes practican la arrogancia tienen una muy alta autoestima, se creen poseedores de la razón y, lo más importante, son los peores en el momento de reconocer sus errores, reflexionar y cambiar. Las personas arrogantes no aceptan ni comprenden, mucho menos empatizan con lo que no se apegue a sus creencias e ideología, les cuesta trabajo conservar sus relaciones de pareja y amistad. Además, si son padres o madres casi siempre acaban por anular y quebrantar la individualidad de sus hijos.
No hay disciplina que valga si no responde a un propósito. Entendiendo esto, lo primero que hice –pasados los primeros cinco días de enero–, fue escribir “No a la arrogancia” en los recordatorios de mi teléfono, sus calendarios y en los pizarrones que muchas veces paso sin ver. Lo hice porque sé que para llegar a la colectividad y volverse masivos, los cambios empiezan en el micro espacio. También con la esperanza de qué, si cada vez somos más los que abrazamos la apertura y el respeto por el otro, quienes nos gobiernan también lo harán.
Ojalá esté año sea una nueva oportunidad para la conciencia, ojalá podamos escucharnos y unirnos en nuestra humanidad. No podemos pasarlo por alto: se tiene que ser arrogante para negar la realidad con “otros datos” y no hacer nada para que México deje de ser el lugar más peligroso en el mundo para los defensores de los derechos de la tierra y los mecanismos de protección de los derechos humanos que se crearon para brindar seguridad a las personas sigan sin funcionar, a pesar de las denuncias que hicieron a tiempo muchos de los que hoy están muertos.
Es injusto aceptar que el poder desprecie el dolor de los familiares de las víctimas y voltee hacia otro lado cuando sabe bien que en México mueren entre 11 y 12 mujeres cada día víctimas de feminicidio y hay más de 110,000 desaparecidos.
Eso es arrogancia y la debemos erradicar.

