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Arte e Ideas

Lectura 4:00 min

Llorar al padre

Se aconseja tener cuidado con los bombarderos alemanes.

Quería iniciar este Marcapasos con una serie de frases contundentes, tipo: a papá nunca lo he visto llorar. Ni cuando hice la Primera Comunión la Guerra Civil Española lo convirtió en un come curas . Ni cuando me iban a encerrar en la casa de la risa. Ni cuando le dije que lo mío, lo mío, era la literatura.

Pero mentiría.

En el Auditorio Nacional aún no remodelado tocaba John Lee Hooker. Yo tenía 13 o 14 años y no compré boleto de entrada, aunque eso, en antaño, no era problema. Iría con mis amigos, daríamos portazo junto con otros sinvergüenzas y, con suerte, entraríamos al concierto.

Todo resultó según lo planeado, menos una cosa: a la salida quedé de regresarme con una de mis hermanas que, ella sí, llevaba boletos, coche y novio. Al no encontrarla, decidimos un amigo y yo volver caminando a la colonia Del Valle. Antes de llegar a casa vi las luces de la sala encendidas. Temí lo peor. Sucedió: al abrir la puerta me preparé para la santa madriza que, con seguridad, me daría mi padre, quien, con el rostro descompuesto y bañado en llanto, sólo me abrazó, besó y mandó a dormir.

¿Que por qué les cuento esto?

Porque todos lloramos a nuestro padre por lo menos una vez en la vida. Y yo ya llevo dos y me quiero exorcizar.

Hará cosa de 15 años le quitaron a papá un tumor del estómago y, según mamá, la operación había sido un éxito. Lo fui a ver al hospital y, oh, sorpresa, no encontré a nadie de la familia. Así que en la recepción pregunté por su cuarto y, al entrar y acercarme a la cama para darle un beso, me detuvo su rostro, en ese instante, de viejito, con los labios hundidos, arrugados, y los ojos abiertos. Regresé sobre mis pasos en silencio y, en la calle, lo lloré mientras caminaba sin rumbo preciso hasta que decidí regresar al sanatorio.

Esa tarde me enteraría que mi padre usa dentadura postiza y que, al quitársela, la boca y la cara se le llenan de arrugas, la piel se le pega a los huesos y que, además, es dado a descansar como venado o conejo lampareados, mirando al vacío.

Hace apenas 15 días, cuando lo llevaba junto con mamá al funeral de la suegra de mi hermano, me comentó que su cardiólogo le dijo que la familia se reuniera para resolver si se ponía o no un marcapasos.

Y tú, ¿qué quieres hacer? pregunté.

Ponérmelo.

¿Para qué entonces nos tenemos que reunir?

Eso le contesté al doctor.

Zanjado el asunto, sólo era cosa de esperar al lunes pasado, fecha de la cirugía. Una de mis hermanas lo llevó al hospital y mi hermano se quedaría con él a pasar la noche. Salió bien del quirófano y el martes me llamó mi hermano para decirme que al rato lo daban de alta. Pero una hora después sonó de nuevo el teléfono. Era mi hermana que, llorando, balbuceó que un pulmón de papá había colapsado y que otra vez estaba en la sala de operaciones. Yo tampoco pude contener el llanto y ahí iniciaría una semana alucinante.

Empecé a turnarme con mi hermano las noches de hospital, mientras que mamá, mis hermanas, sobrinas y demás familia, mantenían la guardia durante el día. Y papá empezó a quejarse igual que yo en mis mejores épocas. Cuestionó el porqué lo habíamos llevado a un sanatorio de Estados Unidos; aconsejaba tener cuidados con los bombarderos alemanes; habló lindezas míticas en un gallego que le desconocía; se desconectó varias veces el equipo médico y le mentó la madre cuantas veces quiso a su cardiólogo y a las enfermeras, sobre todo a la morenita que lo trataba como si fuera un niño, un infante de 87 años con varios enemigos imaginarios.

Sé que vienen tiempos difíciles, pero también sé que no lo volveré a llorar en un buen rato, por lo menos hasta que un platillo volador venga por él.

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