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Bistronomie

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Posadas en México, la tradición que se sirve desde el siglo XVI

Desde los atrios de los conventos hasta las calles llenas de luces y ponche humeante, las posadas cuentan una historia que comenzó en el siglo XVI y que, hasta hoy, se sigue narrando alrededor de la mesa.

Mucho antes de que alguien pidiera “posada”, diciembre ya era tiempo de fiesta. En el mundo mexica se celebraba el panquetzaliztli, una festividad dedicada a Huitzilopochtli con danzas, ofrendas y comida para honrar el triunfo de la luz sobre la oscuridad.

Con la llegada de los españoles, los frailes aprovecharon ese calendario festivo para introducir celebraciones cristianas. Hacia 1586, el agustino fray Diego de Soria obtuvo permiso para realizar en Acolman, en el actual Estado de México, las llamadas misas de aguinaldo del 16 al 24 de diciembre. Durante nueve noches se recordaba el peregrinar de José y María en busca de refugio.

Al principio, eran ceremonias solemnes en atrios e iglesias, con procesiones, letanías y representaciones del camino hacia Belén. Con el paso de los siglos, esa liturgia salió de los templos y fue apropiada por barrios, haciendas y vecindades hasta convertirse en las posadas domésticas: una mezcla de rezo, canto, juego, piñata y, por supuesto, comida.

Cuando la cocina se volvió el centro de la posada

Una vez que las posadas se instalaron en patios y casas, la cocina tomó el mando. La escena se repite en la memoria colectiva: mientras unos cantan con velitas en mano, alguien en la cocina revuelve el ponche, otros ponen a freír buñuelos y en una mesa se alinean los aguinaldos.

El “aguinaldo” fue, desde el inicio, un gesto de generosidad. Primero eran pequeños obsequios; después se volvió costumbre llenar bolsitas con comestibles sencillos pero festivos: cañas de azúcar, mandarinas, cacahuates y colaciones. Esa mezcla de cítricos, azúcar y crujidos era casi un resumen de la posada en una sola bolsa: modestia, abundancia simbólica y fiesta.

Qué se sirve en una posada tradicional

Cada región del país tiene su propio repertorio, pero hay sabores que se repiten y que, para muchas familias, son sinónimo automático de posada.

El ponche de frutas es la señal de arranque. En una olla de barro hierven tejocote, guayaba, manzana, caña, ciruela pasa, canela y piloncillo. Puede llevar jamaica, tamarindo o un “piquetito” de alcohol, pero su esencia es la misma: calentar las manos, la garganta y el ánimo.

A su lado suele aparecer el atole –de masa, vainilla o fresa– y el champurrado, espesos y reconfortantes, pensados para enfrentar el aire frío de diciembre.

BuñuelosFreepik

Buñuelos de rodilla o de viento, bañados con miel de piloncillo o espolvoreados con azúcar, que truenan entre los dedos.

Churros, que se han ganado su lugar en plazas y colonias como acompañantes naturales del ponche.

Para llenar el antojo salado, las posadas han adoptado platos capaces de alimentar a muchos sin complicarse demasiado:

Tamales con atole, la dupla imbatible para noches frías.

Pozole rojo o verde, que dejó de ser exclusivo de septiembre para convertirse en plato fuerte de muchas posadas urbanas.

Tostadas de tinga, pata o salpicón, armadas en serie sobre la mesa, siempre al centro para que cada quien se sirva.

Pambazos de papa con chorizo, fritos en comal, que son casi un subgénero de las posadas chilangas.

Pozole para las posadasFreepik

Elotes y esquites, omnipresentes en barrios y ferias decembrinas, que cierran el círculo de antojos populares.

Y, como epílogo comestible, los aguinaldos: bolsitas que hoy mezclan colaciones, mandarinas y cacahuates con chocolates, gomitas y botanas industriales. El formato cambió, pero la idea sigue siendo la misma: ningún niño (ni adulto) se va con las manos vacías.

Los platos que se han ido apagando

La historia de las posadas también se cuenta por ausencia. Hay sabores que fueron cotidianos y hoy se asoman apenas en alguna reunión familiar o en la memoria de los mayores.

Las colaciones, por ejemplo, eran antes el corazón de los aguinaldos. Esas bolitas de azúcar de colores, con almendra, anís o cacahuate en el centro, hoy comparten –y muchas veces pierden– protagonismo frente a dulces en envolturas brillantes. Siguen existiendo, pero ya no son imprescindibles.

También se han ido desdibujando los postres de olla que se preparaban sin prisa:

Camote y calabaza enmielados, cocidos lentamente en piloncillo y canela.

Frutas cristalizadas, que se montaban como joyas en bandejas de Navidad.

Pan de pueblo o pan casero, horneado específicamente para la temporada.

Ya no es tan frecuente encontrarlos en posadas citadinas; han sido sustituidos por postres comprados, mesas de snacks y pasteles encargados.

En el terreno salado, algunos guisos de fiesta que solían acompañar las reuniones decembrinas también han perdido terreno: la sopa de pan –hecha con pan duro, jitomate y caldo– o ciertos chiles rellenos festivos que se preparaban sólo en estas fechas hoy son rarezas que aparecen, con suerte, una vez al año. Sin embargo, la tradición se sirve desde el siglo XVI con la certeza de que comer juntos es la forma más sencilla y poderosa de dar refugio.

Periodista gastronómica. Ha colaborado en medios como Reforma, Uno Tv, Revista Fortuna, Contralínea, El Universal, Food and Travel y El Heraldo de México, en donde fundó en 2017 Gastrolab, ganador de Mejor Medio de Comunicación gastronómica en 2023 por Vatel Club México. Ganadora de la beca Women Deliver 2019.

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