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Arte e Ideas

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Mejoramos, México

Estoy sorprendida. En Morelia vi ocho películas mexicanas y únicamente odié una.

Los festivales de cine son agotadores. Vas de una sala a otra, corres para encontrar asiento (aprendí a ver películas desde la primera fila) y, después de tanto esfuerzo, no sabes qué tontería te depara en la pantalla. Y es que los festivales son el espacio para todo tipo de obras: excelsas, buenas, desastres con buena fotografía, argumentos decentes mal filmados, poemas visuales perfectos para el insomnio, vulgaridad y basura. Prefiero la basura que los poemas visuales. Por lo menos en la basura hay la posibilidad de risas.

Con honestidad, digo que iba a Morelia sin esperanzas. Mi plan, porque ante tantas películas hay que tener un plan, era ver todas las películas mexicanas que se pudiera. Subí al camión con cara de tortura: no me gusta el cine mexicano, pero algo que dijo Daniela Michel, directora del Festival de Morelia, me llamó la atención: la ola de cine contemplativo (poemas visualezzzzzz) se va, como es la naturaleza de las olas.

Me pareció lógico y emocionante. Con el aumento de participación privada en la producción, importa recuperar lo invertido, es decir, importa que la gente quiera ir al cine. Y, salvo mi padre, no conozco a nadie que pague un boleto del cine para irse a dormir. Que esa fama de cine aburrido, merecida de forma creciente desde los años setenta, del cine mexicano se vaya convirtiendo en más fama que realidad me gusta.

Pero cuando vi el programa… No sé, la sinopsis de todo sonaba a videoarte. Creo que hay que educar a los redactores de sinopsis: no saben lo que es un punchline.

Sin mayor revuelta, debo decir que estoy satisfecha con el cine mexicano que alcancé a ver en Morelia. Si bien siguen siendo películas de planos largos y ritmos lentos, con guiones algunos a los que les hizo falta una reescritura, es cine que se deja ver.

De los ocho largometrajes de ficción que vi, odié uno, nomás uno, y eso de verdad me sorprende. Pero esa, oh sí, vaya que la odié. A los ojos, de Michel y Victoria Franco, me pareció una basura del peor tipo: satisfecha consigo misma, sin cohesión narrativa, lastimera, miserabilista y con el peor final que he visto en mucho tiempo. No es únicamente moralista (eso puede discutirse), es que no está construido. Sucede de la nada. Por supuesto, es aburridísima. Michel Franco ha hecho de la mediocridad un estilo. No creo que tenga el alcance de su Después de Lucía, que por lo menos tenía intención de narrar una historia.

Las otras siete películas son obras con mucha hebra. La mejor fotografiada es La vida después, de David Pablos; la mejor narrada es Workers, de José Luis Valle. La más barata debe ser Somos Mari Pepa, de Samuel Kishi Leopo, que es una rareza: una película de rock. Por alguna razón, los directores mexicanos no le entran al rock, salvo en los soundtracks. Aunque no contamos con un mercado rockero tan grande como en Argentina, lo cierto es que no hay ciudad mexicana que no cuente con su pequeña escena local de conciertos, guerras de bandas y chavos greñudos que tocan la lira y sueñan. Eso captura Somos Mari Pepa: una historia de crecimiento, llena de la melancolía del fin de la niñez y punk rock.

Mi favorita indiscutible es La jaula de oro de Diego Quemada-Díez, que tiene elementos contemplativos y empieza con una larga secuencia sin diálogos, pero está tan bien narrada que no pesa. De ella ya hablé en otro lado. Cineastas como Michel Franco y tantos otros podrían aprender de esta película cómo se hace una denuncia, sin subirse a un pedestal ni tener lástima por los personajes. La jaula de oro retrata con absoluta dignidad a los migrantes, sin cerrar los ojos ante los horrores que viven.

Los insólitos peces gato de Claudia Sainte-Luce fue de las más comentadas por los reporteros que allá andábamos. No se llevó ningún premio (yo pensé que se llevaba el del público, porque vi mucha gente con clínex en mano saliendo de la función abierta), pero espero que tenga pronto su corrida comercial.

En nuestro país, el género propio es el melodrama. Somos el país de la telenovela. La cinta de Saint-Luce es un melodrama extraordinario que retrata a una familia clasemediera típica, no como la ven las telenovelas más rosadas, sino como es en la realidad, con desorden, muebles de segunda, los horóscopos del TV Notas y consomecito de pollo. Lisa Owen es la mamá y es adorable, siempre con una bolsa de Ruffles verdes en la mano y la palabra justa para enderezar a los hijos. Es la evolución de Sarita García. Es un acierto que la cinta acabe con una serie de consejos maternales. El defecto de la cinta es visual, no narrativo, lo que es raro en nuestro cine joven, lleno de buenos fotógrafos. No importa, la cinta es adorable. No se la pierda.

El cine mexicano de arte sigue siendo cursi, regañón y pretencioso, pero por lo menos hay más de una película que se disfruta y por la que vale la pena pagar la entrada. Mejoramos, México.

concepcion.moreno@eleconomista.mx

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