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Arte e Ideas

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Costa Chica

De regreso a mi tierra materna, a mi Matria.

Vengan a mí todos los que están trabajados o cansados, yo los haré descanzar (sic) . El versículo Mateo 11, 28 corona la entrada del camposanto de Las Vigas, Guerrero.

Estoy aquí para enterrar a mi tío Esiquio, el hermano mayor de mi mamá. Otro muerto, otro viaje a la Costa Chica.

Mi familia materna está repartida entre Acapulco, San Marcos y Las Vigas, donde mi mamá pasó algunos años de su infancia. Mi madre es una orgullosa sanmarqueña: lloró cuando se la llevaron a Las Vigas. Tenía buenas razones: en San Marcos había cine y heladería, y era su casa, pues.

En este cementerio a los muertos los entierran en una pila de cemento. Meterlos en un hoyo no garantiza su descomposición sin que hiedan: el calor no perdona nada. Tampoco los animales.

La gente se sienta sin pena sobre las tumbas. Mi mamá y yo somos más cautas. La verdad es que nos da miedo la muerte y los muertos, y no queremos que nadie nos venga a visitar en la noche para reclamarnos la falta de respeto.

La Costa Chica. Entre mis seis meses de edad hasta los 13 años pasé las vacaciones navideñas por estos lares. Yo odiaba el lugar. Mis tías (aquí todo mundo es tío o tía, hasta yo) decían que yo estaba muy consentida porque mi madre decidió criarme de un modo que para ellas era demasiado liberal , una palabra sucia en su vocabulario.

Mi tía Amira, que me caía bien por malhablada, instruía a mi mamá sobre cómo lidiar con mis constantes berrinches: Métele una cuchara con aceite a esa hijaelachingada . Mi tía Amira murió hace unos años y sigo lamentando no haber ido a su funeral. Prometí que ya no sería esa niña odiosa e iría a visitar más la tierra materna, mi Matria, que también es mi casa.

Mi tío Esiquio era muy vacilador. Le fue bien con sus negocios y mis primos recibieron buena educación. Había una diferencia de por lo menos una década entre mi mamá y su hermano Esiquio. Mis primos son bastante mayores que mis hermanos y yo. Son gente amable, aunque no nos conozcamos mucho.

Pero yo iba a decir otra cosa. Mi tío era bromista, dicharachero. Sin embargo, él dejó de ser el mismo hace unos años, cuando la fregada depresión se atenazó en su cerebro y nomás no lo soltó. Dejó de comer, dejó de platicar. Su esposa, mi tía Luchi, lo amó hasta el final.

Las Vigas está tan cerca del mar que aquí no hay tierra: hay arena. Una arenita latosa que se mete en todos los rincones de las casas, la ropa, la iglesia.

Hay signos de negritud, la tercera raíz racial de nuestro país, en todas partes. Mi nariz chata, mis labios gruesos y mi cabello rizado no son gratuitos. Por todas partes veo gente con las mismas señas, de piel oscura, y el hablar cansino de la gente de la costa. Pero no les digas negros porque se ofenden. Yo lo digo con orgullo: alguien entre mis abuelos me dejó el gen de la negritud.

Esto que narro es sólo una serie de notas que tomé durante mi breve viaje a decirle adiós a Esiquio Torres, de 80 años de edad, comerciante, padre, abuelo, bisabuelo y un buen hombre. No lo vi en su cajón, aunque se podía. Tampoco vi el cuerpo de mi tío Román, que murió hace dos años, ni el de mi tía Andrea, fallecida el año pasado. He hecho un voto: los únicos cadáveres que lavaré, vestiré y contemplaré serán los de mis padres.

No todo es solemne y triste. La Costa Chica es una sucursal de Macondo. Cuando mi mamá y yo regresábamos a Acapulco para tomar nuestro autobús a la Ciudad de México, contratamos los servicios de un taxista.

A medio camino me di cuenta de que el chofer era manco. ¡Un manco manejando un carro de cambios! Soltaba el volante con alegría, en una carretera de dos carriles. Yo, que no soy católica, me encomendé a san Juditas; ya me veía siendo otra de las historias trágicas que tanto se cuentan en la Costa Chica.

Sobrevivimos, desde luego, no estoy escribiendo desde ultratumba. No moriré llena de arena.

concepcion.moreno@eleconomista.mx

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