Lectura 5:00 min
Lectura para el frío y el aburrimiento

La Biblioteca de México lleva el nombre de José Vasconcelos, quien la dirigió desde su creación, en 1946, hasta 1959, año en que murió. Foto: Especial
A finales del siglo XIX, México parecía tener sólo un anhelo: llegar al siglo siguiente. Los inventos aparecían con una rapidez que impedía asimilarlos inmediatamente y las muchas guerras civiles, los deseos de eliminar a dictadores, generales, liberales, conservadores y afrancesados, no hallaban eco en regiones que se construían y destruían cada tercer día. Los artistas del entretenimiento —circo, maroma, teatro y cabaret — ocupaban los escenarios brevemente y en un mes como el de enero era inútil buscar nuevas coplas, estrenos dramáticos, palcos en la ópera o conciertos decentes. Puro aburrimiento.
Mucho más cuando en otros tiempos, justo en días como el 13 de enero, fecha que hoy ocupa el calendario, el mundo había celebrado emocionantes inventos, eventos y descubrimientos a lo largo de los años. Cheque usted lector querido: un día como hoy Cristóbal Colón, provocó el primer enfrentamiento bélico entre españoles e indígenas caribes en la isla que había nombrado La Española, y reclamado como suya; Iván el Terrible se coronó como zar de Rusia y el tren que comunicaría Turquía con Europa presumía estar a punto de inaugurar su primer viaje en tan novedosa máquina para llegar hasta Estambul. Incluso nuestros vecinos del norte, con menos tradición, cultura y un clima más helado, celebraban que George Washington, al frente de sus tropas, había entrado triunfante a Nueva York un 13 de enero, pero de 1776.
En aquel siglo antepasado, pues, no quedaba más remedio que la palabra impresa pues eran los escritores quienes utilizaban su capacidad visionaria para dibujar, a golpes de párrafos, una sociedad ideal para el futuro. Los inventores hubieran sido los héroes de la modernidad, pero había poco lugar para la ciencia. Mientras tanto, los escritores y poetas modernistas –mexicanos y latinoamericanos– publicaban sus mejores obras y editaban sus más célebres revistas. Sin embargo, el interés en transmitir gusto por la lectura, la estética, gramática y poética -como casi siempre pasa con las esperanzas y propósitos de Año Nuevo- comenzó a desvanecerse lentamente.
Llegarían otros eneros. En el primer mes de 1894, a solamente seis años del final anunciado y el futuro anhelado apareció un libro llamado En Turania donde una declaración de principios del cuentista Ciro B. Ceballos acabó con los ideales que hasta allí había tenido la literatura mexicana. El párrafo decía:
“Emancípese de la dictadura literaria de Ignacio Altamirano, prescinda definitivamente de esa automacia relegando al olvido el decálogo poco conceptuoso de ese grande hombre, de ese ilustre optimista que como todos sus coevos en su patriótico anhelo de crear una literatura nacional, alentó indebidamente, estableciendo un precedente inmoral, las ambiciones de muchos malos aficionados a las letras que hubieran alcanzado celebridad vendiendo alhajuelas de dublé o muñecas de porcelana para escalar con aparatos ortopédicos las alturas del monte Himneto”. Una época terminó con ese punto final.
Cuando por fin llegó el siglo XX los poetas ya no morirían de amor, consunción o tuberculosis. Pocos escritores perderían la vida por los ideales políticos o la falta de higiene. Algunos reportaban, por escrito, males que se parecían más al tedio, el ocio y el aburrimiento que a la melancolía. Ya no irán a París. Ni siquiera para celebrar exequias en el exilio. Apareció una minoría selecta, ávida de salud intelectual, con ganas de romper todo lo vetusto, lo que se oyera positivista, lo que lanzara el tufo rancio de las viejas teorías científicas y no fuera estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria. Si les preguntaban, decían querer respirar una cultura más amplia, obtener el oxígeno puro de las cumbres, el aire de los grandes clásicos del pensamiento. En aquellos años primeros del siglo pasado, la filosofía positivista gozaba de una situación académica legal en las instituciones oficiales del país y este positivismo, en las versiones de Comte, Mill y Spencer, imperaba en todas las escuelas. Fuera de esta filosofía, aseguraban sus partidarios, era imposible encontrar la verdad.
Quedaba claro que aquellos jóvenes iban por el conocimiento puro, casi purista para revolucionar y cambiarlo todo. Todavía más claro que eran un grupo que debía tener un nombre a la manera de Platón y Aristóteles. Y se llamaron el Ateneo de la Juventud. Tal grupo, llegó a contar con más de sesenta miembros no sólo compuesto por escritores sino por músicos, filósofos y artistas varios. Para la Historia de la literatura y el pensamiento mexicano, se destacaron cuatro fundadores: José Vasconcelos, Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes.

Los ateneístas. Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y José Vasconcelos, fundadores del Ateneo de la Juventud, en 1909.
Como siempre –ya lo sospecha usted, lector querido– el cosmos siguió su marcha y la literatura, el arte, la ciencia, los inventos y los eventos nuevos derroteros. Después del Ateneo llegaron otros eneros y nuevas generaciones de autores surgidos durante las fragorosas horas de la Revolución, después, hubo testigos de la polémica creación de las instituciones, los familiarizados con las disputas nacionalistas y de la identidad nacional, existieron los brutalmente críticos y conscientes de la responsabilidad intelectual y también los muy ocupados por las tensiones y tentaciones de la vocación literaria o el engaño por escrito. Tal vez muchos con el sólo anhelo de salir del frío y el aburrimiento y llegar al siglo siguiente, es decir a este, que ya cumplió 25 años.