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Una derrota moral para Pemex

Pablo Zárate | Más allá de Cantarell
En el mundo político-petrolero mexicano, Rockefeller es más famoso que Hemingway. El presidente López Obrador citaba al primero a cada rato para concluir que una petrolera mal administrada era el segundo mejor negocio del mundo. Pero no parece ser tan fan de la explicación del segundo sobre los colapsos:
—“ ¿Cómo te fuiste a la bancarrota?”, pregunta Bill Gorton en El Sol También Se Levanta.
—“De dos formas”, le contesta Mike Campbell. “Gradualmente, luego repentinamente”.
La quiebra de Mike, en línea con uno de los temas centrales del libro, es financiera, moral, personal. Está tan entrelazada que en su momento es como inevitable.
Antes de que se malentienda, el punto no es sobre López Obrador. Es mucho más amplio. Ni los políticos ni los petroleros hayan internalizado la moraleja de Campbell. Pemex lleva en declinación prácticamente todo el siglo. Gradualmente, pero a la vista de todos.
Las distintas olas de contratos que ha tratado de usar como salvavidas apenas han podido salir a flote ellos mismos. Por la razón que sea, sus intentos de explotar los yacimientos no convencionales y los de aguas profundas han fracasado -- igual que sus ideas de apostarle a la refinación. La deuda que ha asumido difícilmente ha resultado realmente productiva. Ni siquiera los ya decenas de miles de millones de dólares que Hacienda le ha regalado en los últimos años han funcionado.
Desde la década pasada se ha advertido que Pemex está en “quiebra técnica”. Es la petrolera más endeudada del mundo. Es el ángel caído más grande del mundo – algunos dicen que de la historia. Tiene casi el doble de pasivos que de activos. Y sus pasivos de corto plazo ya están cerca de ser más grandes que sus ingresos anuales. En estos momentos, además, no hay condiciones para que Pemex acceda a los mercados de capitales. Lo que le quedan son inyecciones de capital de Hacienda y sus líneas de crédito revolvente – el equivalente corporativo de financiar las necesidades del día a día con el dinero de los papás y llevando al máximo la tarjeta de crédito.
También ha sufrido una serie de descalabros morales en los últimos años. Parece que la salvó la campana con el desvalijamiento del grupo de Climate Action 100+, que desde las cúpulas del sector financiero global ya empezaba a documentar las insuficiencias y deficiencias del programa de sustentabilidad de Pemex. Pero no ayuda que en su momento haya tenido el récord de la peor tasa de mortalidad durante la pandemia. O que medios internacionales den cuenta de austeridad para sus petroleros que rayan en el abuso humanitario. Mucho menos que, a lo largo de las últimas décadas, haya enfrentado tantos escándalos sin consecuencia. Desde Odebrecht hasta las distintas variantes del huachicol.
Por su alcance, la acusación pública del fondo soberano noruego es probablemente la peor de estas derrotas morales. Cualquiera que financie a Pemex, de acuerdo con lo que concluye el comité de ética de uno de los fondos más grandes y sofisticados del mundo, no puede descartar que está financiando indirectamente a la corrupción.
Afortunadamente, los mexicanos no hemos tenido que sufrir aun las consecuencias de una quiebra repentina de un actor tan central como Pemex para la política, la economía y las finanzas públicas de nuestro país. Hay razones para creer que estamos lejos de algo así. La relación de Pemex con varios bancos es extraordinaria. Y hasta ahora no hay indicios de que ni asset managers ni fondos de pensiones de peso estén siguiendo la línea noruega.
Pero la mezcla de factores de una declinación progresiva – en la novela de Hemingway, lo personal y moral; en el mundo corporativo, lo operativo, lo social, ambiental, de gobierno corporativo – es lo que hace que lo repentino se vuelva posible. A estas alturas, ¿qué importa si el problema es que los políticos y petroleros mexicanos no pueden o no quieren cambiar?