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De café, dátiles y tratos

Opinión
La gira del presidente Donald Trump por los países del Golfo ha estado cargada de pompa y circunstancia. Pompa y circunstancia porque se trata de visitas de Estado —esa curiosidad diplomática que, a diferencia de las visitas de trabajo, representa el más alto nivel de protocolo internacional— y porque los países árabes del Golfo son pródigos en hospitalidad y, como quedó claro en el caso qatarí, en regalos.
Leí en algún lado que al público estadounidense le fascina este tipo de despliegue ceremonial. Pienso, por ejemplo, en la ceremonia del café: un ritual coreografiado con delicadeza, cargado de simbolismo, jerarquía y cortesía. Se sirve café especiado —generalmente con cardamomo— acompañado de dátiles o dulces, como muestra de respeto. Es un gesto antiguo que suele formar parte del protocolo para recibir delegaciones oficiales.
Pero más allá del perfume del cardamomo o el brillo del oro, lo relevante está en lo que esta gira revela sobre la política exterior estadounidense. Esta fue la primera visita internacional de Trump en su segundo mandato, y eligió el Medio Oriente —específicamente el Golfo—, no Israel. En su agenda no hay evangelios democráticos, sino negocios. Tratos, tratos y más tratos.
En su discurso en Riad, Arabia Saudita, Trump dejó claro que Estados Unidos ya no busca rehacer el mundo a su imagen y semejanza. Prometió intervenir lo menos posible, al tiempo que eludió el tono moralista que antes dominaba la diplomacia estadounidense.
“Han logrado un milagro moderno al estilo árabe”, dijo. Ni una palabra sobre mujeres al volante ni sobre periodistas desaparecidos. Vale recordar que, en 2018, la ejecución del periodista Jamal Khashoggi, atribuida al gobierno saudí, sumió la relación bilateral entre Estados Unidos y Arabia Suadita en una crisis.
Pero en este nuevo capítulo, Trump descarta la idea de que la democracia liberal sea el camino deseable para el progreso. Lo esencial para él es el éxito, la seguridad, la estabilidad y el respeto a la soberanía, incluso si esa soberanía se ejerce desde un Estado autoritario o profundamente represivo.
Su instinto de empresario se hizo patente. Donde otros ven censura o sectarismo, Trump percibe una mina de oro: miles de millones de dólares que podrían fluir desde esta región, impulsados, por ejemplo, por el crecimiento acelerado de la inteligencia artificial. No es coincidencia que sus acompañantes incluyeran a dos rivales emblemáticos del presente tecnológico: Elon Musk y Sam Altman —CEO de OpenAI.
Con la guerra comercial con China en pausa, Trump parece decidido a anunciar grandes acuerdos que pueda presentar como logros personales, trofeos diplomáticos para su base electoral. Las inversiones anunciadas con Arabia Saudita y Qatar ya superan varios miles de millones de dólares, y —al momento de escribir este texto— aún falta la escala en Emiratos Árabes Unidos, donde seguramente se revelará otro trato multimillonario.
Así las cosas, la forma interna de gobierno —sea una república democrática o una monarquía autocrática— es irrelevante para los intereses estratégicos de Washington. Lo que cuenta es el comportamiento exterior del Estado. Si aplicamos esa lógica a México, la lección es clara, y también algo añeja: lo importante es que el país se mantenga alineado con las prioridades estadounidenses, no si su sistema político deriva en un régimen de partido único, como parece vislumbrarse. Pero, a diferencia de los jeques y emires del Golfo, México no cuenta con fondos soberanos multimillonarios. Su margen de maniobra es, por decir lo menos, estrecho.
Como epílogo: en 2016, un presidente mexicano realizó la primera visita oficial al Golfo en más de cuatro décadas. Se firmaron decenas de acuerdos. Pero, desde mi perspectiva, quedaron más en el terreno de lo simbólico que de lo material. Nada nuevo bajo el sol.