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Las aventuras literarias de José Azeite y Jacinta Bogavante
¿Cómo recordar los demasiados libros? ¿Desde cuándo consumimos literatura en vez de, ah, dar el volantazo rebelde de sólo leer por placer? José Azeite y Jacinta Bogavante cavilan al respecto.

Opinión
Mientras masticaba su goma Niquitin de rigor de las tardes, el célebre crítico literario José Azeite cavilaba. “Carajo”, pensaba, “¿a dónde se fueron los 30 u 80 libros que leí este año?”. En su amplio estudio, (no tan amplio como el de Gil Gamés, su envidiado vecino), cubierto de piso a techo de folios, tomos, incunables, microfilms y revistas sobre el arte amatorio, entre otros, Azeite reflexionaba sobre los demasiados libros, leer por compulsión y su crisis de memoria. Porque, dicho sea con honestidad y candor, Azeite no recordaba nada de lo que había leído en el año.
Hablando de candor, una vocecita tierna aunque llamativa— otro modo de decir que es una voz tipluda—llegó a los oídos de Azeite.
—¿Qué pasó, padrino? ¿A qué hora vamos por nuestro gelato? No me salgas con que prefieres un whisky con tus chicles. Padrino, tú me prometiste…—Jacinta Bogavante no es de hacer berrinches pero Azeite, formal y seguro en el mundo de los libros, es voluble y desconfiado en el mundo real. Jacinta lo sabe y por eso, aunque no tenga antojo de gelato, lo saca a rastras de su escritorio.
José Azeite y Jacinta Bogavante conforman una curiosa familia literaria. Azeite, crítico literario que de suyo no soporta a los niños, se vio obligado—la verdad es que también le convenía, la niña podía convertirse en el bastón de su vejez, además de que venía con herencia—a acoger en su departamento a la dulce y práctica Jacinta Bogavante, hija de Bogavante, su mecenas (léase: su amigo millonario).
Cuando Bogavante y su esposa murieron en un aciago encuentro con un camión que transportaba tinta de pulpo, Jacinta se quedó tan solita como la una. Azeite, que quería bien a Bogavante, se llevó a Jacinta para darle hogar temporal (a Azeite le gustan los perritos y dar hogar temporal a canes rescatados es una de sus ternezas). Y pues nada, como suele ser con los perritos, Jacinta creció en el corazón de Azeite y pis-pás, cuando este se puso a hacer cuentas de lo que había invertido en la nena, bajita la mano varios duros y chelines, al celebrado crítico no le quedó otra que adoptarla.
Entra Jacinta al estudio. Bajita de estatura y cachetona, con ese rubor que sólo se ve en las caricaturas japonesas, Jacinta siempre lleva consigo un libro, un kindle, un cómic y una TV Notas. Nada escapaba la mirada de la niña, que de grande quería ser reportera de espectáculos pero si no se podía, se contentaba con ser detective privada.
—¿Qué oscuros pensamientos ocupan tu mente, padrino? Veo en tu ceño un retintín de tristeza.
—¡Jacinta querida!—contestó Azeite apenas despertando de su profunda reflexión—Perdía la mente en turbulentos pensamientos de anciano.
—Dime de qué se tratan esos pensamientos, padrino, y quizá mi kindle mágico pueda darnos la respuesta.
El kindle de Jacinta es realmente mágico. Embrujado por un ayudante de Solín El Mago, un hechicero que despacha en una pulquería de Tizapán San Ángel, el libro electrónico da respuestas a las más cojonudas dudas existenciales de su dueño. Dicha sea de paso la verdad, Jacinta lo usa como acordeón escolar. Otro dato sobre Jacinta: es inteligente pero “floja con F mayúscula”, como la sentenció su maestra de segundo de primaria, miss Becky. Siempre que puede Jacinta saca su kindle en los exámenes y obtiene de esa mágica inteligencia artificial todas las respuestas correctas.
Azeite caviló un poco más. ¿Externar su preocupación a su inocente ahijada? Le acongojaba lo que podría pensar Jacinta. ¿Y si lo manda sin retorno a la Casa Superior para Ancianos Superdotados, donde grandes mentes languidecen entre baños de esponja y reality shows en la sala de televisión? ¿Será que su falta de memoria literaria era ya señal de la decadencia absoluta de la carne y los sentidos que tanto conmovió a Dostoevski? Catastrófico como es, Azeite se abismaba.
—Nada, niña. Pensaba, sin quererlo, que mi mente ya no es lo que era. Antes podía agotar 170.6, 359.7 libros en un año. ¿Recuerdas esas épocas en la que te arrullaba leyéndote definiciones del diccionario Moliner? En cuanto dormías corría a mi despacho y mientra me bajaba una tajada de finísimo jabugo con un Talisker no cesaba de leer la poesía de Pound o Gorostiza, recorría la Argólida de mano de Pausanias o me arrobaba con santa Teresa y sus Moradas del castillo interior. Cada lectura, un viaje memorabilísimo…
—Ahora, ahijada mía…—hace aquí una pausa dramática el crítico, puesto que Azeite es bien drama queen— ¡ya no recuerdo nada de lo leído!
Jacinta tomó aire, como siempre cuando tenía que explicar algo a un compañero de banca poco dotado:
—Mñe, querido y adorado padrino, esto que te aqueja ya es común. Como te digo que ya hay quien hace sus retos de lectura y lee más de 700 libros en un año. ¿Qué recuerdan de todos esos libros? Si acaso son un manchón en la memoria.
—Ah, veo que la juventud sigue siendo arrojada…
—Para nada, padrino. Lo que pasa es que leen en diagonal, como hacía Robert Kennedy para leer 5 mil documentos capitales en una tarde y luego seguirse con una novela. Leer en diagonal es lo de hoy, enamorarse de las palabras justas de cada escritor es cosa del pasado.
—¡¿Pero qué me dices, Jacinta?! ¿Leer es ahora una actividad atlética?
Jacinta acomoda sus gafas con el dedo medio de la mano derecha. —Pues siendo sincera, padrino, no cambia mucho respecto a tu generación de intelectuales de la revista Vueltavoyvengo y Luchas Libres. ¿No presumían también ustedes sus lecturas, no dejaban de lado el gozo para dedicarse a leer con mala fe u hacerse reseñas y ensayos que servían de pullas entre ustedes? Pues igualito, padrino, hacen ahora los booktubers y bookstagrammers. Son la evolución del crítico de cabecera, nomás que ahora cohabitan en redes sociales.
—Ahora, lo de recordar los libros—continuó la docta literata de once años de edad—ya es otro show. Creo con firmeza, padrino, que deberíamos leer menos, con más calma y sin andarle haciendo al canelas.
Ay, Jacinta le tocó un vals amargo a Azeite. ¿Será que en su camino de crítico literario perdió el gozo infantil de la lentitud, el recoger las citas citables de cada libro, el rememorar con nostalgia lo que se leyó a paso de tortuga para que durara más? Le pasa a Azeite, le pasa. Al retirarse del mitote de las revistas literarias, Azeite pensó que leería más por gusto que por currículum. Y aquí está, sin recordar nada de lo leído.
Jacinta sacó su kindle: “Mira, padrino, he aquí una herramienta mágica: Goodreads”.
Azeite sometió a examen el ingenio que su ahijada le presentaba. “¿Y qué gracejo es este, Jacinta?”.
—Nada más que un diario de lector, padrino, al estilo del que llevaban Virginia Woolf, Franza Kafka o, en sus cartas, Jane Austen. Mi kindle me dice qué he leído este año y lo reseño en Goodreads para que no se me olvide. Y así, padrino, tampoco creas que es ay ay ay, la ciencia más pura y dura.
“Carajo”, dijo Azeite para sus adentros, “los niños me dejan patidifuso con su sabiduría con la que, sin duda, siempre salen a flote”.
Para Azeite la tecnología del capitaloceno tardío suele pasarle por encima de las cejas, encerrado como está siempre en su estudio. Pero, ay, también existen otras formas de encerrarse y abrirse de cualquier modo al mundo. Tomó el kindle hechizado, caviló frente a su pantalla y se prometió comprarse uno. ¿Pero cómo le hacen los lectores sin Goodreads y kindles mágicos? ¿Serán los que leen mejor?
Azeite y Jacinta se repantingaron sin más en el estudio de la casa y se pusieron a leer después de ir por gelato. Azeite, con la manda de leer por placer por primera vez en décadas—puesto que leer por mero solaz le permitirá acaso recordar mejor lo leído— y Jacinta con el TV Notas de la semana porque La casa de los famosos es lo que hay que comentar en la escuela, cómo no.
