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Opinión

Lectura 5:00 min

Robin Williams

El recuerdo más antiguo viene de la temprana infancia. La sala enorme del cine Hollywood. La película exigida a los padres. Ni idea que detrás cámaras estuviera un ausente Robert Altman. ¿A quién le importan esas cosas a los diez años?

Había algo vagamente incómodo en Popeye. El humor que no cuajaba, el ambiente decadente que nunca estuvo presente en la caricatura o el cómic. Mala leche amarga con un musical forzado. Shelley Duvall era una esquelética Olivia, fresca de las pesadillas de Kubrik (The Shinning se estrenó el mismo año y la mirada de la actriz nunca escapó del Overlook).

Lo único memorable es el joven actor que debutaba en su primer protagónico después del insufrible (y a veces entrañable Mork). Un comediante algo maniático que nunca se cohibió frente a los retos del casting.

La escena cumbre de la película se da después de deprimentes secuencias en un pueblito de la costa. Olivia grita mientras forcejea con un tentáculo de plástico y la cámara entra y sale del agua como si el cinematógrafo, y no ella, se estuviera ahogando. Son los mismos gritos de Wendy Torrance mientras su marido atraviesa la puerta con un hacha (pero esa película la veré mucho después).

Popeye está a unos pasos, inmovilizado con una cadena de hierro.

– Ay, ay, ay, ay – se queja Popeye y mastica su pipa. El sombrerito blanco inmaculado en su cabeza entre las aguas turbias.

– ¿No te gustan las espinacas? – le dice Brutus mientras aplasta una lata con los dedos regordetes. La lata explota, vomitando su contenido de pasta verde.

– ¡Las odio! – masculla Popeye ante la mirada de un anciano marinero que se carcajea y sostiene un bebé. Éste debe ser hijo de Popeye y Olivia, porque lleva chamarra roja y gorrito de marinero blanco.

– Cómelas - lo tortura Brutus, llenando la boca de Popeye con la pasta verde. Olivia se debate con el tentáculo de plástico. Popeye ha quedado inconsciente, la pipa pegada a la boca manchada. Brutus se congratula mientras el héroe se hunde. Por lo menos hasta que un antebrazo hinchado y extrañamente deforme surge del agua turbulenta y lo pone a dormir de un golpe.

Popeye bucea como torpedo, el puño extendido hasta el pulpo. Este suelta a Olivia antes de ser sometido con una serie de uppercuts y ganchos cual bolsa de arena en gimnasio de boxeo. Mientras el cefalópodo vuela por los aire, Olivia abraza a Popeye, empapado pero aún con pipa y gorrito. Los coros celestiales entonan Es Popeye el marino, el más fuerte al final, porque come espinacas . Numerito musical entre las rocas que celebra al personaje creado para convencer a los niños de comer nutritivas espinacas enlatadas.

Vuelvo a verlo como Vladimir Ivanoff en Moscú en Nueva York. Romance de la guerra fría entre un músico del circo ruso que aprovecha una visita a Manhattan para huir de sus escoltas del KGB y quedarse con Lucía (María Conchita Alonso), una puertorriqueña vendedora de perfumes en Bloomingdales.

El cine es un pequeño multiplex en el edificio que por años fue del banco Convermex, frente a la fuente de Petróleos. La cinta de Paul Mazursky tiene buenos momentos, y como muchos de los dramas románticos del director, transcurre en Nueva York y resulta una reflexión sobre el exilio y la soledad, pero esa interpretación es posterior. En su momento y durante años, sólo soy capaz de recordar una escena:

Vladimir lee un libro amarillo mientras Lucía está recostada sobre él en una tina en medio de su departamento. En primer plano, un arbolito de navidad, dos copas de champan llenas de vino tinto, cartones de comida china a medio terminar y una vela encendida. Vladimir le hace preguntas a Lucía, preparándola para su examen de ciudadanía, mientras juega distraídamente con sus pezones. Un momento íntimo, divertido y tempranamente erótico.

No hay nada en Vladimir del meloso Williams de los noventa y el frenético del nuevo siglo, su actuación muestra todavía extraordinaria contención y empatía. Es posible reducir los estilos de Williams en esas dos caras. En clasificar sus películas entre una y otra, entre Vladimir y Popeye. De su magnetismo inicial a la cursilería repelente. Entre el adulto y el niño, el cocainómano maníaco y el melancólico solitario. El maestro y el insufrible payaso.

No cabe duda que en el primer grupo está lo mejor de su filmografía (El mundo según Garp, Buenos días Vietnam, Despertares, La sociedad de los poetas muertos, The Fisher King, Good Will Hunting y One-hour Photo) y en el segundo lo peor (Hook, Flubber, Jack, Toys, Popeye, Patch Adams y Death to Smoochy). Pero en esa reducción quedarían fuera aciertos a medio camino (Jumanji, La jaula, Mrs. Doubtfire, El hombre bicentenario), sus memorables cameos (El agente secreto, Hamlet, Las aventuras del Barón Munchausen, Nueve meses, La noche en el museo) y su voz en animaciones (aunque estas últimas sólo fuera posible verlas en video).

Hasta su suicidio el pasado domingo, Williams sumaba 102 créditos en la base de datos de IMDB en 37 años de carrera: tres por año sin contar apariciones múltiples en series de TV, cinco de ellos todavía pendientes de estreno. Un actor tan flexible que fue capaz de estar en algunas de nuestras películas favoritas y también las más odiadas; y que sin importar cuáles estén en tu lista, sobrevive más allá de su propia tragedia personal, en la inmortalidad que sólo existe en la memoria colectiva.

Twitter @rgarciamainou

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