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Opinión

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El otoño del que se sintió patriarca

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“… yo solo me basto y me sobro para seguir mandando hasta que vuelva a pasar el cometa, y no una vez sino diez, porque lo que soy yo no me pienso morir más, qué carajo, que se mueran los otros”. 

Todos los aspirantes latinoamericanos a patriarca tienen otoños parecidos y el deseo de que mueran otros, pero ellos no. Están cortados con la misma tijera: solo ellos tienen la verdad y una cita con la historia; se creen imprescindibles, pero se esconden en una falsa modestia. Los ciclos son iguales: primero son héroes, amados por su pueblo y respetados; luego, el hartazgo de poder sin límites los convierte en villanos de su propia farsa. Finalmente, terminan siendo seniles, con esa senilidad abyecta del que lo ha podido todo y deviene impotente. Son los tres actos de una vida prescindible.

Como en la novela de García Márquez, no nos extrañe si al entrar en el Palacio Presidencial, nos encontramos con una vaca que rumia en la mesa del comedor junto al cadáver político del que aspiró a patriarca sin ser general y sin haber ganado una sola batalla más que en su imaginación. Estoy seguro de que entre las ruinas también habrá gallinazos por todas partes buscando un nuevo puesto.

Los patriarcas aparecen como grandes hombres, líderes en tiempos difíciles, pero no soportan una mirada detenida. Su hambre de poder los delata, apenas saben leer y escribir, aunque estén titulados de algo, pero siempre tuvieron a su alrededor alguien que les hiciera la tarea. Por supuesto, desconfían de lo escrito, incluso de las leyes, a las que consideran obstáculos para cumplir sus deseos. Pese a que son notorias sus carencias, tratan de ser, además de patriarcas, sabios; mezclan la religión con las supersticiones y las frases populares que los identifiquen con “su” pueblo. 

Algunos patriarcas presumen de conocer la historia y la literatura porque tienen alguien que les cuenta los libros en las noches; alguna moderna Scheherezada instruye al patriarca, pero frecuentemente la memoria le falla y atribuye frases y hechos a personajes distintos; desconfía de las palabras cuyo significado no alcanza a descifrar y atribuye su origen a sus enemigos. Si se le escucha con atención será notorio que tiene un número limitado de anécdotas y sentencias. 

¿A qué país pertenece este oscuro patriarca? No importa, puede ser del Caribe o de las cordilleras andinas, pero es claro que su origen está al sur del Río Bravo. Presume de ser líder de los liberales y enemigo de la corrupción, pero en lo económico es el más grande de los conservadores y tiene un problema en la vista: ve la corrupción en los extraños, pero no en los suyos.

El Palacio Presidencial y el país son lugares caóticos, como es lógico en entornos que son producto de los caprichos de un solo hombre iluminado. Viven con el patriarca distintos animales que lo acompañan cuando va de viaje. Hay viejos bueyes, perros de presa, tímidas y obedientes corderas. Como todo patriarca que se respete es misógino, se rodea de mujeres y las sojuzga. Sólo hay una condición que pone: nadie debe saber más que él, tener mejores ideas que él o trazar un rumbo distinto al que diga su poderoso dedito. Lealtad lacayuna antes que habilidad, conocimiento o inteligencia. 

En una palabra, exige que sus servidores (y para él, todos lo son) sean copias fieles de sí mismo, pero menos capaces. Pero hay algo que no sabe el patriarca. A su alrededor hay muchos odiadores. Muchos de sus cercanos esperan el momento idóneo para manifestar su odio. 

Como Patricio Aragonés, su kagemusha, le confesó en su lecho de muerte; siempre había odiado al patriarca.  Las traiciones como esta desconciertan al patriarca porque no puede entender que un hombre tan bueno como él, tan lleno de buenas intenciones como él, con tantas virtudes como él, pueda ser odiado por sus cercanos. Ha soportado humillaciones, como ha confesado en reiteradas ocasiones, y las ha perdonado todas.  Por supuesto, las ha perdonado después de haberse vengado, como deben hacer los déspotas. 

Ha llegado el momento en que el caudillo, el patriarca magnífico, muera políticamente, pero se resiste. No lo confiesa, pero desea permanecer; lo niega, pero sus dichos lo delatan. Se dice a sí mismo, como el personaje de García Márquez: “… cuando yo me muera volverán los políticos a repartirse esta vaina como en los tiempos de los godos, ya lo verán, (…) se volverán a repartir todo entre los curas, los gringos y los ricos, y nada para los pobres, por supuesto, porque ésos estarán siempre tan jodidos que el día en que la mierda tenga algún valor los pobres nacerán sin culo,”

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