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Opinión

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91 aniversario del Palacio de Bellas Artes

Previsor, como ninguno, el presidente Porfirio Díaz, en la primavera de 1907, cuando decidió formar una comisión que se encargara de algunos de los detalles para los festejos del Centenario de la Independencia con Justo Sierra y Vicente Riva Palacio como personajes honoríficos nombrados para tal asunto. Las instrucciones habían sido muy claras: “La celebración debe denotar el mayor avance del país con la realización de obras de positiva utilidad pública”. La intención no confesada pero también evidente, era mostrar la grandeza del régimen con obras muy grandotas y de paso, mostrar la mejor cara de nuestro progreso a la comunidad internacional, ofrecer garantías y privilegios a los inversionistas extranjeros y, si era posible, asegurar unos renglones de eternidad en el libro de la Historia, tanto en la nacional, como en la del mundo entero. (Y no cabe duda de que lo logró, lector querido)

Como ejemplo bastaría un botón, como decían nuestras abuelas, pero mejor la botonadura completa: la construcción de un hipódromo, una altísima columna dedicada a la Independencia con “un ángel” en la punta, la moderna penitenciaría de Lecumberri, asentada en los llanos de San Lázaro, la remodelación de la más ilustre calzada de México, hoy Paseo de la Reforma y el más bello de nuestros palacios, máximo recinto artístico y cultural del país y cuyo aniversario número 91 conmemoramos hoy mismo.

Todavía presumiendo su esplendor arquitectónico, el edificio que hoy alberga el Palacio de Bellas Artes fue también un encargo del presidente Díaz al italiano Adamo Boari, conocido como “el arquitecto favorito del régimen porfirista”, un hombre nacido en Ferrara y que, durante su estancia en México, dirigió la construcción de recintos como la como la Catedral de Matehuala de San Luis Potosí y el Palacio de Correos de nuestra capital.

Sin embargo, ningún proyecto lo emocionó tanto como el del Teatro Nacional, que eventualmente devendría en el Palacio de Bellas Artes. Una obra en la que Boari empezó a trabajar en 1901 y comenzó a edificar en 1904. Se cuenta que miles de ideas cruzaron por su mente y empeñó todo su talento en diseño, fondo y forma para plasmarlos en la obra: desde construir el vestíbulo de aquel nuevo teatro como invernadero, donde se debían cultivar especies mexicanas adaptadas al clima y representarlas a manera de elementos decorativos. Todo ello hasta lograr una suerte Art Nouveau “mexicanizado”: una mezcla entre lo mesoamericano y lo neoclásico. El trabajo fue arduo y no pudo ser constante. Boari se enfrentó a un primer hundimiento del recinto y luego, al estallido de la Revolución. Tuvo que abandonar el país y no alcanzó a ver su obra terminada.

Treinta años después, el arquitecto mexicano Federico Mariscal retomó el proyecto y lo llevó a su finalización, aplicando un estilo Art Déco en el interior, contrastando con el Art Nouveau del exterior diseñado por Boari. Durante aquella etapa, el edificio cambió su nombre de Teatro Nacional a Palacio de Bellas Artes. Mucho tiempo hubo de pasar para la inauguración. El gran día fue el 29 de septiembre de 1934 y hubo de todo: concierto de Carlos Chávez, con la Orquesta Nacional de México; estreno de La verdad Sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón, himno nacional, discursos y la asistencia de figuras como Esperanza Iris, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Dolores del Rio y Frida Kahlo, nomás por mencionar algunos invitados.

Esa fiesta ya pasó, no existíamos por aquí y no hubiéramos llegado. Sin embargo, todavía podemos ir. No es necesaria una invitación formal ni comprar boleto alguno. Basta con solo acercarse. Nada como llegar para darse cuenta de que, en el exterior del Palacio de Bellas Artes, hay pegasos esperando a las visitas, la cúpula central está decorada con figuras que simbolizan la tragedia, la comedia, el drama y la lírica y eres bienvenido para explorar el interior. Entrar hasta la sala principal del mismísimo teatro y contemplar la cortina con miles de cristales opalinos que resguarda el escenario, creación de casa Tiffany de Nueva York, diseñada por el mismo Adamo Boari para prevenir los incendios y quedar boquiabierto como todos. Enterarse, gracias a los anfitriones que te guían -lo saben todo y no esperan nada a cambio- que tal pieza es una joya única e irrepetible y apreciar la vista del Valle de México con los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl de fondo. Saber que tiene dimensiones que no pueden creerse y a que no se dobla ni se enrolla. Mirar hacia arriba y descubrir el vitral multicolor con Apolo en el Olimpo rodeado por las nueve musas, creación del artista húngaro Géza Maróti quien también diseñó el arco del proscenio, ubicado en la parte superior del escenario y se llama El arte teatral a través de las edades. Y enterarse, de pilón que tiene 26 figuras míticas, narrando la historia del teatro mundial a través de diferentes episodios.

Al Palacio de Bellas Artes, lector querido, siempre se puede entrar sin importar origen, lenguaje, ideología o situación académica o social. Festejar todo el tiempo su existencia, pero celebrar su aniversario mañana. Hoy lunes, está cerrado.

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Estudió Letras Hispánicas en la UNAM, es especialista en historia y literatura mexicana del siglo XIX. Comenzó escribiendo sobre temas culturales en El Economista y no ha abandonado el periodismo ni las letras desde entonces. Actual­men­te trabaja en el IMER haciendo guiones e inventando y transmitiendo contenidos.

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